Porque no solo consiste en golpes, hoy, #25N, día mundial contra la violencia de género quiero visibilizar otra forma de violencia que los varones ejercen sobre las mujeres, la prostitución (una auténtica forma de esclavitud) mediante este relato que forma parte del libro del I Concurso de relatos cortos ACEN Denuncia social: Mirad… ¡Están ahí!
Él estaba de pie, junto a la cama y luchaba contra la cinturilla del pantalón al intentar remeterse los faldones de la camisa por dentro. Mientras, ella fumaba con aparente deleite el pitillo que acaba de encender.
—¿Crees que podremos volver a vernos esta semana? —preguntó él con naturalidad.
—Claro, mi amor. ¿Te parece bien el jueves? Misma hora, mismo sitio. —Él buscó la mirada de ella y asintió sin palabras a la propuesta. Ambos se sonrieron.
A continuación, haciendo gala de una técnica que le había llevado años perfeccionar, casi tantos como los que llevaba en el oficio, ejecutó con precisión una voluta de humo que se elevó liviana hacia el techo de la habitación. Él no apartaba la vista de ella y no paraba de sonreír.
—Lo siento, cariño, tengo que marcharme ya. He quedado a las cinco con un cliente en la oficina y no quiero que tenga que esperarme. ¿Ya te he dicho hoy lo fabulosa eres? —Y la sonrisa se le agrandó hasta darle a su rostro un aspecto bobalicón. Finalmente salió de la habitación cerrando la puerta con suavidad.
Entonces ella apagó enérgica el cigarrillo al tiempo que cambiaba la fingida sonrisa por una mueca de exasperación. Tenía que darse prisa o le caería otra multa, algo que no se podía permitir en su situación. «Estos cabrones son todos iguales. No me los quito de encima ni con agua caliente. Creen que una no tiene otra cosa que hacer que darles coba. Ni que fuera su novia, joder…».
Me bajo del tren sin mirar atrás, igual que me había marchado aquel día de hacía casi veinticinco años con una escueta maleta en la que cabía lo poco que quise llevarme de esa casa a la que nunca pude considerar un hogar. Unas gafas de sol pasadas de moda me ayudaban a ocultar el ojo morado, aún en carne viva, y que me avergonzaba a cada pulsación que sentía. Me avergonzaba porque me hacía creer que era tan poca cosa, porque me recordaba todas las humillaciones que había sido capaz de aguantar con absoluta pasividad, llegando a convencerme de que no merecía nada mejor.
Precisamente aquel día hice acopio de las escasas fuerzas que me quedaban
Hasta aquel día.
Precisamente aquel día hice acopio de las escasas fuerzas que me quedaban,
arramblé con todo el dinero que pude, unas diecinueve mil pesetas entre
billetes y calderilla, y me fui dejándolo todo atrás, dispuesta a empezar una
nueva vida lejos de aquello que había conocido. Sabía que tenía que partir de
cero. Nada de lo anterior me era querido. No lo necesitaba. No me importaba a
dónde ir. Simplemente, al llegar a la taquilla pedí billete para el primer tren
que saliera.
Aquel tren que tomé al azar me condujo a Madrid
No tomé la
decisión de manera consciente porque para ello se necesita voluntad, algo de lo
que yo carecía. Fue cosa de mi instinto de supervivencia que, sin darme yo
cuenta, tomó el mando de la situación cuando ya me sentía totalmente derrotada.
Aquel tren que tomé al azar me condujo a Madrid, ciudad en la que nunca antes
había estado. Cuando bajé en Atocha, sentí que ese nudo gordiano que era la
estación representaba la encrucijada de mi vida. Estaba desorientada y no sabía
hacia a dónde dirigirme. Busque un hostal barato en los alrededores, con la
intención de que el dinero me cundiera al máximo. La cuestión económica me
acuciaba y sabía que necesitaba un trabajo. Por casualidad, en la pensión donde
me hospedé buscaban una chica para ayudar en la limpieza. Me pareció que
aquello era una buena señal. Una señal de que mi suerte iba cambiar y acepté.
El sueldo no era muy bueno, pero el alojamiento y la manutención estaban
incluidos. Además contaba con un día libre a la semana para darme una vuelta
por el Retiro. Sabía que eso me bastaba para comenzar de nuevo.
Era duro para una joven como yo
Tampoco recuerdo esa época con demasiada nostalgia y no caeré en el error de decir que me fue fácil salir adelante. Era duro para una joven como yo: sin formación, sin parientes, sin amigos. La soledad, el no poder contar con nadie de mi confianza, hacía que todas las noches me durmiera llorando. Pero con paciencia y tesón lo logré. Poco a poco, paso a paso. Al cabo de un tiempo conseguí un empleo mejor. El día que pude mudarme a mi pequeño piso de alquiler me encontraba exultante. ¿Era felicidad? No lo creo, pero se le parecía. Desde entonces solo hice que prosperar y vivir a mi aire. De manera modesta, pero sin ningún hombre cerca que pudiera mangonearme.
Respirar por última vez este aire cargado de salitre
Hasta hoy. Han pasado casi veinticinco años. Y desde el mismo andén de entonces veo que todo ha cambiado. Yo misma he cambiado. Aún no soy vieja pero lo parezco: no he llevado una vida entre algodones y se nota. El cáncer terminal que me diagnosticaron hace seis meses ha acabado de rematar la faena. Mi piel se ha surcado de arrugas de manera repentina. He ganado mucho peso por culpa de esos tratamientos hormonales y me siento tan cansada… Me duele el cuerpo entero. Y por eso he vuelto a mi ciudad, porque ya me han desahuciado y quiero morir aquí. Respirar por última vez este aire cargado de salitre, llenarme los pulmones con él, sentir sobre mi piel la caricia de la brisa bajo la luz dorada del sol. Quiero mecerme hasta dormirme entre las olas del Mediterráneo, el mar de mi infancia: la única época que verdaderamente añoro.