Como cada noche, desde hacía ya tantos meses

Como cada noche, desde hacía ya tantos meses que ni lo recordaba, Carlos encendió la vela con ese olor a lavanda que a Esperanza tanto le gustaba. Ella se palpó la oquedad en la que antes habitaban sus senos, ese vacío que todavía le dolía a rabiar y al que pensaba que jamás podría llegar acostumbrarse. Él la agarró por la cintura y tras besarla en el cuello, hizo acopio de fuerzas para encajar el enésimo rechazo de su mujer. Por otro lado, tuvo un pálpito de esperanza, un leve soplo de optimismo que le decía que quizás esa noche algo podría cambiar en el rictus pétreo y doloroso que permanecía en el rostro de su esposa desde la operación. Él tampoco conseguía acostumbrarse a esa expresión desolada que, a pesar de que no le restaba ni un ápice de belleza, la hacía distante e inalcanzable para él. Le dolía verla así día tras día. Le dolía la tristeza de ella, del mismo modo que a ella le dolía la mutilación de la que había sido objeto su cuerpo.

Te quiero, lo sabes…

Entonces, lleno de ternura le susurró al oído: «Te quiero, lo sabes…. Te amaré siempre ¡Pase lo que pase! Tú eres mi princesa, mi amazona… ¡Entérate bien! ¡Nada podrá cambiar eso…!». Y ella recordó pensativa, sumida todavía en una pena infinita, cómo le contó una hermosa mañana de verano que los bulto que se había encontrado en los pechos unos días atrás era mucho más que unos simples bultos; cómo a él se le había atragantado la magdalena que mojaba en el desayuno; cómo el rostro de su marido palideció de repente; cómo las lágrimas de ella se mezclaron con el regusto a café al preguntarse en silencio por qué le había tocado a ella; cómo se prometieron entonces luchar juntos tras aceptar que no había otra salida más que vencer o morir.

Ninguno había llegado a cumplir aquella promesa

Sin embargo, ninguno llegó a cumplir aquella promesa. Era verdad que habían luchado con uñas y dientes contra aquel mal que, como una sombra, se había  abatido sobre ellos, sobre su recién iniciada vida en común, sobre su felicidad anhelada, convirtiéndola casi en una quimera imposible, sobre sus sueños, que quedaron destrozados a partir de aquel fatídico día. Habían luchado, sí, pero cada uno por su lado; habían jugado al escondite con el dolor propio y del otro y aquello había devastado su intimidad mucho más que la enfermedad misma.

Fue como revivir el primer beso

Esperanza se dio cuenta por fin de que limitarse a acompañar su respectiva soledad, sin compartir la angustia que la provocaba, había sido una tremenda equivocación y de repente quiso derribar el muro invisible que los había tenido separados y atenazados durante tanto tiempo. Volvió el rostro hacia Carlos y lo beso en la boca, tímida primero, luego con  ardor, con  desesperación también. Fue como revivir el primer beso que se dieron tanto tiempo atrás y volvió a llorar como lo había hecho tantas veces antes, pero el sabor de las lágrimas ya no lo sintió amargo. Ahora era liberador y vivificante. Las lágrimas se  le mezclaron con los besos, avivando el deseo dormido y un rayo de esperanza volvió a iluminar la alcoba hasta entonces permanecía sombría.