Se trataba de su grúa

En efecto, se trataba de su grúa, que estacionó delante de ella. Después, bajó el operario, un hombre de mediana edad, rondando el metro ochenta de estatura. Era tirando a delgado, aunque tenía la barriga algo prominente. Su fisonomía, no obstante, era anodina, sin ningún rasgo remarcable, a excepción de una calva esplendorosa y una descuidada barba entrecana de tres o cuatro días. Vestía el típico mono de mecánico bastante rozado en cuello y mangas y con algún que otro lamparón atribuible al noble desempeño de su profesión, pero que con la luz crepuscular quedaba disimulado. Le tendió a Alicia su manaza, al tiempo que se presentaba. Ella correspondió al contundente saludo de forma cortés, aunque con cierta indiferencia. A continuación, intercambiaron unas breves palabras y él se dispuso a cargar el coche. A pesar de que se le veía diestro en el oficio, todavía tardó unos minutos en culminar la operación. Después ayudó a Alicia a subir a la cabina y, tras dar la vuelta, partieron hacia Fontina, último pueblecito por donde ella había pasado unos minutos antes de sufrir el percance y al que no le hacía demasiada gracia volver. Sin embargo, no tenía elección. El siguiente lugar habitable, Valdetoro, se encontraba a unos cincuenta kilómetros y la carretera era pésima. El gruista no había querido siquiera contemplarlo como una opción.

Ha tenido usted suerte

―Aún ha tenido usted suerte ―le confió en un alarde de sinceridad al ver su mueca de disgusto―. Normalmente no hay grúa en Fontina. De no haber yo estado allí, usted hubiera tenido que esperar a que la recogieran desde Valdetoro y no le habría quedado más remedio que pasar la noche en el monte.

Por ese día había tenido más de lo que podía soportar

Dadas las circunstancias, Alicia, que por ese día ya había tenido mucho más de lo que creía poder soportar, se dejó conducir hasta Fontina sin poner ningún impedimento. Para cuando llegaron era noche cerrada. El ambiente se había tornado ventoso y desapacible: se presagiaba tormenta. Paco, que así se llamaba el hombre, descargó el coche a las puertas del taller, que ya se hallaba cerrado, dado lo tardío de la hora. Tras ayudarla a recoger sus cosas, se ofreció a acompañarla al hostal donde él mismo se alojaba y que era el único existente en la pequeña localidad. Solo tardaron unos minutos en completar a pie el recorrido.
―¡María! ¡María! ¡Aquí te traigo una nueva clienta! ―bramó al entrar en la posada.
La dueña, que estaba repasando con la cocinera los últimos detalles del menú del día siguiente, acudió con prontitud al mostrador. Era una mujer de edad indefinida, enjuta y de rostro algo apergaminado. Sin embargo, sus ojos eran cálidos y vivarachos y su sonrisa afable. Se desvivió por atender a Alicia.
―¿Ha cenado usted ya? ―le preguntó solícita detrás del mostrador.
Alicia, sin mucho énfasis, puso a la mujer en antecedentes de lo sucedido. La posadera le ofreció una cena fría con la disculpa de que la cocina ya estaba recogida. Ella cenó sin demasiado apetito, pues se encontraba algo destemplada por los nervios pasados, pero notó cómo se le iba entonando el cuerpo mientras comía y, sobre todo, con el vaso de leche caliente con cacao que la servicial mujer le ofreció como colofón a falta de un postre mejor.

Se durmió de puro cansancio

Ya rendida, subió a su habitación, que le pareció pequeña y desaliñada bajo la mortecina luz de la lámpara. A pesar de ello, las sábanas se veían limpias y la cama acogedora, invitándola a echarse en ella, cosa que no dudó en hacer. Se durmió de puro cansancio en cuanto se hubo acostado, pero su sueño fue inquieto. Estaba intranquila por todo lo acontecido y no paraba de dar vueltas en la cama. Se encontraba en ese limbo por el que todos hemos pasado alguna vez, ese duermevela, esa frontera entre el sueño y la vigilia en la que somos conscientes de que dormimos y por lo tanto no estamos del todo dormidos. La violenta tormenta que se desencadenó en plena madrugada se introdujo de forma subrepticia en su sueño, contribuyendo a hacerlo todavía más desasosegado.

Continúa