Se sentía irritada por el contratiempo que acababa de sufrir

Alicia paró su coche tan pronto como pudo en el arcén. Suerte había tenido de poder detener el automóvil sin sufrir males mayores. No obstante, se sentía irritada por el contratiempo que acababa de sufrir y que trastocaba por completo todos sus planes. Por eso no pudo reprimir un «¡Mieeeerda!» que escapó en voz alta de sus labios, al tiempo que daba un puñetazo rabioso en el salpicadero. El imbécil del todoterreno, que la había adelantado de aquella forma tan temeraria, había estrellado por accidente un guijarro sobre su luna delantera. De repente había sentido un ruido fulminante, como un disparo, y del centro del impacto sobre su parabrisas surgieron al instante mil rayas que formaron una estrella, impidiéndole la visibilidad y obligándola a detenerse.

No había prescindido de su teléfono móvil

A pesar de su afán de cortar lazos con el mundo, y en contra de su impulso inicial, no había prescindido de su teléfono móvil, decisión de la cual ahora se alegraba hasta extremos inimaginables. Lo encendió y vio, no sin cierta sensación de fastidio, que tenía un montón de mensajes, todos ellos procedentes de un mismo contacto. Por el momento prefirió seguir ignorando su contenido. Agradeció al dios de las telecomunicaciones el hecho de poder contar con una buena cobertura y realizó la llamada al número de la asistencia en carretera, procurando dar su situación al empleado que la atendió de la forma más exacta que pudo. Este le contestó que le enviaría una grúa lo antes posible. Sin embargo, dado el lugar tan remoto donde se encontraba, no le podía siquiera aproximar el tiempo que iba a tardar. Resignada a esperar cuanto hiciera falta, Alicia cogió la botella de agua, de la que apenas faltaban un par de sorbos, y bajó del coche para resguardarse del ardiente sol veraniego bajo la sombra del único pino de buen tamaño que encontró en las proximidades.

Se había levantado algo de brisa

Era media tarde y, aunque hacía bastante calor, se había levantado algo de brisa que arrastraba algunas nubes consigo y anunciaba de manera prematura los aromas del otoño. Ahora, encallada en aquella carretera desierta a merced de que vinieran a rescatarla y bajo el riesgo de tener que pasar una noche a la intemperie, comenzaba a dudar de que hubiera sido una buena idea el viaje que acababa de iniciar. Era cierto que las cosas con Ignacio no marchaban bien, sobre todo desde que empezó a sospechar que había otra. Bueno, más que una sospecha, era casi una certeza. Reconocía que su actitud había sido poco inteligente y demasiado visceral. Corroída por los celos, se había dedicado a hacerle la vida imposible, intentando controlar todas sus llamadas y todas sus idas y venidas, y sometiéndolo a interminables interrogatorios en los que tan solo obtenía de él un terco silencio al que seguía, en la mayor parte de las ocasiones, una violenta discusión. La de hacía dos días había sido la definitiva. Ignacio se había marchado dando un portazo y no había vuelto a saber de él salvo por los mensajes telefónicos, todos ellos de este mismo día, que acababa de ver en su teléfono.

Aquella terrible riña

Mientras iba pensando todas esas cosas, se habían callado las chicharras y había comenzado a anochecer. Llevaba esperando un buen rato. Ya eran las nueve pasadas. El aire se había tornado un poco más fresco y empezaba a sentir algo de frío, de modo que volvió al coche en busca de cobijo. Encendió la radio y, tras varios intentos fallidos, consiguió sintonizar una emisora en la que sonaba la voz de Serrat entonando una nostálgica y triste canción:

Llueeeeeeve,

detrás de los cristaaaaaales, llueve y llueeeeeeve

sobre los chopos medio deshojaaaaaados,

sobre los pardos tejaaaaaados,

sobre los campos llueeeeeve.

Seguía en pleno ataque de melancolía cuando de pronto vio aproximarse por el retrovisor a un vehículo grande. «Estoy salvada», pensó con alivio.

Continúa