Escritora

El Savoy

Me lo contó Armando, el dueño del bar El Dorado

Me lo contó Armando, el dueño del bar El Dorado, mientras me tomaba un café rápido antes de volverme a casa.

―¿Te has enterado, Víctor? ¿Te acuerdas…? ¡Sí, hombre, sí! ¡Dónde el Savoy!

―¡Claro que sí!: El Savoy… ¿Cómo no me voy a acordar? Con los buenos ratos que tengo pasados allí.

En mi rostro se dibujó una sonrisa llena de nostalgia con la sola mención de ese nombre. Aquel era mi cine de referencia, el de mi barrio, el único que había existido en El Palomar desde que yo tenía memoria. Llevaba más de una década cerrado, pero siempre había tenido la ilusión de que sería algo pasajero. Llegaría el día en que un empresario forrado y amante de salas como las de antes se gastaría un pastón en reformarlo y lo reabriría por todo lo alto. Desde que dieron la última sesión tenía la certeza de que algún día El Palomar recuperaría su cine.

―Pues, nada… que me han dicho  que van a demolerlo y a poner un McDonald’s. Ya ves tú que manera de joderle el negocio a uno. Toda la vida luchando para levantarlo y llega una multinacional de esas a quitarle el sustento a tus hijos.

―Hombre, no será para tanto, Armando, tío. Que a esos sitios no van más que niñatos, ya lo sabes ―traté de quitarle hierro al asunto, aunque aquello también a mí me comía la moral―. Los parroquianos de siempre continuaremos viniendo aquí. No te quepa duda. Ya te digo yo que vas a tener clientela hasta que te hartes de poner cañas…

No podía quitarme de la cabeza aquellas palabras

Le pagué y me marché a casa. Sin embargo, no podía quitarme de la cabeza aquellas palabras de Armando, porque yo me había pasado media vida en aquella sala y El Savoy era para mí mucho más que un cine. Después de que lo cerraran, había añorado su aroma añejo y su aspecto decadente. Allí había visto mis primera pelis de mayores en compañía de mis amigos cuando todavía no éramos más que unos imberbes con la cara llena de granos. Años después, en las butacas de las últimas filas, como era típico entonces, tuve mis primeros escarceos amorosos. Allí estuve con Raquel, con Marina, con Paqui y con alguna más cuyo nombre no me viene ahora la memoria. También llevé a Elvira en nuestra primera cita. Pero con ella quería ir en serio, así que aquella vez nos limitamos a ver la película. Yo astutamente elegí para la ocasión una de miedo, con la idea de que en los momentos de tensión fuera ella la que se arrimase a mí. La treta me salió tan bien que llevamos juntos más de treinta años y tenemos dos hijos y tres nietos.

Al llegar a casa, Elvira ya me esperaba para la cena. También estaba mi nieto mayor, que se llama Víctor, como yo.

―A ti hoy te ha pasado algo ―dijo nada más verme―. No sé, parece como que traes mala cara, cariño. ―¡Ay mi Elvira! ¡Qué bien me conoce! Para ella soy un libro abierto.

¿De dónde has sacado esa idea, criatura?

―Nada, mujer. ¿Qué va ser? Que ya es viernes y estoy cansado. Mañana después de haber chafado la oreja a base de bien, estaré como nuevo. Ya verás ―le contesté desviando el tema, ya que no quería cargar al chaval con mis preocupaciones. Ya se lo contaría luego a ella.

―Yaya, a ver si le dices a la mamá cómo haces la tortilla, que a ella no le sale tan buena como a ti. ―Víctor siempre está igual, parece que todo lo que come aquí le sabe mejor que lo de su casa. Cosa de críos, supongo.

―Pues ya me extraña ―dijo ella con la boquita pequeña, ya que esos comentarios le hacen ponerse como una gallina clueca―, si la hace igual que yo. O eso creo… que para eso fui yo quien la enseñé.

―Pues algo tiene que ser porque la tuya siempre está más buena, yaya ―insistió el chico―. Aunque ahora, con el McDonald’s ese nuevo que van a poner, te va salir competencia. No creo que puedas hacer las hamburguesas mejor que ellos.

―¿Pero qué McDonald’s dices? ¿De dónde has sacado esa idea, criatura? Porque a mí nadie me ha dicho nada y eso que he estado en la plaza esta mañana.

―Ah, ¿no? Pues en el cole todos hablan de lo mismo. Parece que lo van a hacer donde estaba el cine ese que lleva toda la vida cerrado. ¿Cómo era…? Vaya, que no me sale el nombre ahora…

―¿No estarás hablando de El Savoy? ―le preguntó Elvira con cara de incredulidad.

―Muy bien, yaya. Eso es: El Savoy ―dijo el niño entusiasmado―. Ya es hora de que tiren ese edificio tan viejo y pongan algo que valga la pena.

Ella torció el gesto. Entonces la miré a los ojos y vi como una lágrima se le quedaba temblando en el párpado mientras le decía a nuestro nieto en un tono áspero, impropio de ella.

En aquel momento supe que era un hombre afortunado

―¿Qué pasa, que todo lo viejo os molesta, o qué? ¿No pueden poner el McDonald’s ese en otro sitio y dejar El Savoy en paz?

Víctor, el pobrecito, se quedó helado. No estaba acostumbrado a esa clase de exabruptos y menos aún de su abuela.

―Mujer, deja que los chavales disfruten. ¿Y a ti que más te da? Si hace un siglo que te digo de ir al cine y no quieres ―tercié yo, tratando de templar gaitas.

Por lo visto, mi intervención logró calmar los ánimos, porque enseguida añadió mientras se le recomponía el rostro:

―Ay, Víctor, hijo, no me hagas caso, que es que parece que ya empiezo a chochear. El yayo tiene razón. Total, el edificio ese ya solo sirve para criar ratas. Seguro que la nueva manzana quedará preciosa y le dará mucha vidilla al barrio.

En aquel momento supe que era un hombre afortunado por haber compartido gran parte mi vida con esta mujer excepcional que es Elvira. Sin embargo, el reflejo de sus ojos tristes y cansados me hizo comprender de repente lo viejos que éramos. Y me dio mucha pena pensar que una parte de nuestros recuerdos quedaría sepultada para siempre bajo los escombros de El Savoy.

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2 comentarios

  1. Jordi Hortelano

    Llega un momento en el que la mayoría de nuestros recuerdos son solares que contemplan nuestras ruinas.
    Gran relato, Avelina.

    • avechinchi_sv107

      Muchísimas gracias por el comentario, Jordi. Recibe un abrazo enorme y mis mejores deseos para esta nueva etapa que acabas de empezar.

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