Como cada noche, desde hacía ya tantos meses que ni lo recordaba, Carlos encendió la vela con ese olor a lavanda que a Esperanza tanto le gustaba. Ella se palpó la oquedad en la que antes habitaban sus senos, ese vacío que todavía le dolía a rabiar y al que pensaba que jamás podría llegar acostumbrarse. Él la agarró por la cintura y tras besarla en el cuello, hizo acopio de fuerzas para encajar el enésimo rechazo de su mujer. Por otro lado, tuvo un pálpito de esperanza, un leve soplo de optimismo que le decía que quizás esa noche algo podría cambiar en el rictus pétreo y doloroso que permanecía en el rostro de su esposa desde la operación. Él tampoco conseguía acostumbrarse a esa expresión desolada que, a pesar de que no le restaba ni un ápice de belleza, la hacía distante e inalcanzable para él. Le dolía verla así día tras día. Le dolía la tristeza de ella, del mismo modo que a ella le dolía la mutilación de la que había sido objeto su cuerpo.
Te quiero, lo sabes…
Entonces, lleno de ternura le susurró al oído: «Te quiero, lo sabes…. Te amaré siempre ¡Pase lo que pase! Tú eres mi princesa, mi amazona… ¡Entérate bien! ¡Nada podrá cambiar eso…!». Y ella recordó pensativa, sumida todavía en una pena infinita, cómo le contó una hermosa mañana de verano que los bulto que se había encontrado en los pechos unos días atrás era mucho más que unos simples bultos; cómo a él se le había atragantado la magdalena que mojaba en el desayuno; cómo el rostro de su marido palideció de repente; cómo las lágrimas de ella se mezclaron con el regusto a café al preguntarse en silencio por qué le había tocado a ella; cómo se prometieron entonces luchar juntos tras aceptar que no había otra salida más que vencer o morir.
Ninguno había llegado a cumplir aquella promesa
Sin embargo, ninguno llegó a cumplir aquella promesa. Era verdad que habían luchado con uñas y dientes contra aquel mal que, como una sombra, se había abatido sobre ellos, sobre su recién iniciada vida en común, sobre su felicidad anhelada, convirtiéndola casi en una quimera imposible, sobre sus sueños, que quedaron destrozados a partir de aquel fatídico día. Habían luchado, sí, pero cada uno por su lado; habían jugado al escondite con el dolor propio y del otro y aquello había devastado su intimidad mucho más que la enfermedad misma.
Fue como revivir el primer beso
Esperanza se dio cuenta por fin de que limitarse a acompañar su respectiva soledad, sin compartir la angustia que la provocaba, había sido una tremenda equivocación y de repente quiso derribar el muro invisible que los había tenido separados y atenazados durante tanto tiempo. Volvió el rostro hacia Carlos y lo beso en la boca, tímida primero, luego con ardor, con desesperación también. Fue como revivir el primer beso que se dieron tanto tiempo atrás y volvió a llorar como lo había hecho tantas veces antes, pero el sabor de las lágrimas ya no lo sintió amargo. Ahora era liberador y vivificante. Las lágrimas se le mezclaron con los besos, avivando el deseo dormido y un rayo de esperanza volvió a iluminar la alcoba hasta entonces permanecía sombría.
Hace tiempo que vengo pensado que vivimos en un escenario preapocalíptico. De que como especie y como sociedad nos vamos a la m.. no me cabe ninguna duda. Puede que sea dentro cien años, cincuenta o mañana mismo. Los sucesos de ayer no hacen sino reforzarme en esa creencia. En 2017 el mudo ya sufrió un ataque cibernético a gran escala con un malware que me inspiró este relato.
Evolución
Por primera vez su autoridad sería puesta en duda
Aquella tarde se presentaba difícil. Por primera vez su autoridad sería puesta a prueba en un caso complicado. Tan complicado para Astrid, la Gran Maestra de entonces, como el que el propio Remigio protagonizó siendo todavía un muchacho imberbe. Le asomó una sonrisa melancólica al recordar aquella otra tarde tan lejana en la que tuvo que comparecer ante ella. Entonces, su osadía juvenil le dio la fuerza necesaria para sostener la mirada escrutadora de aquella increíble mujer. En un primer momento no comprendió por qué se estaba mostrando tan severa con él. Ella lo observó con el semblante pétreo, reflejo de un rigor que juzgó excesivo para lo que en aquel momento a él tan solo le parecía una levísima falta. Al presentar aquel proyecto en la evaluación de ciencias no se imaginó ni por un momento que iba a desatar semejante revuelo. Desde luego, tampoco que sería su propio profesor quien, lejos de compartir su entusiasmo ante aquel ingenio electrónico, lo denunciaría ante la máxima autoridad de Concordia.
Astrid hizo un leve gesto con la cabeza y Remigio trató entonces de explicarse:
—Gran Maestra, mi intención solo era hacer la vida más sencilla a mis conciudadanos, mejorar las comunicaciones, ir en aras del progreso…
—¿Progreso, dices? —le interrumpió ella—. ¿No sabes que si esta tecnología endiablada está proscrita en Concordia desde el principio de los tiempos es por un buen motivo? ¿Acaso faltaste a la escuela el día que tocaba esa lección?
—No señora, no falté. No soy un ignorante: conocía la prohibición. Pero nunca entendí las verdaderas razones. Jamás nos las explicaron —repuso con cierta insolencia.
Se limitó a negar con la cabeza
Astrid no replicó. Se limitó a negar con la cabeza con gesto de preocupación. Ajeno a sus cavilaciones, Remigio prosiguió con su alegato:
—¿Sabe cómo podría evolucionar el mundo con mi invento? ¿Se imagina lo que significaría poder hablar con personas que están a cientos, a miles de kilómetros? Nadie volvería a sentirse solo. El padre hablaría con el hijo, la esposa con el marido, el hermano con la hermana, el amigo con la amiga sin importar dónde se encontrasen cada uno de ellos. Y todo eso sin contar con el impulso que se podría dar a los avances científicos…
La Gran Maestra le permitió continuar con sus argumentos todavía un poco más.
—Estoy seguro de que mi invento permitiría un avance mucho más rápido en todos los campos del conocimiento. Los grupos de estudio podrían coordinarse mucho mejor al compartir sus experiencias. No como ahora, que cada uno investiga sin tener en cuenta al resto. Eso, por no hablar de la medicina…
Creyó que la habría impresionado
Creyó que la había impresionado con aquella retahíla de nobles intenciones, porque advirtió cómo el rictus de Astrid se relajaba. Sin embargo, las palabras que la mujer pronunció a reglón seguido dejaron claro que no había cambiado de parecer con respecto a aquel artilugio.
—Eres joven y atrevido. Te crees que lo sabes todo. Hoy, sin embargo, te voy a enseñar algo que desconoces y que espero que te haga reconsiderar tu actitud. Pero antes de mostrarte nada me tienes que hacer una promesa: todo lo que veas y oigas a partir de este momento debe quedar en secreto. En Concordia muy pocos están preparados para lo que tú estás a punto de descubrir. ¿Tengo tu palabra?
—Juro por mi honor que no faltaré a esta promesa —contestó Remigio desconcertado por lo que parecía una muestra de confianza más que el correctivo que esperaba.
—Creo que ahora mismo sobrevaloras tu honor —dijo la mujer sin perder un ápice de la seriedad que la caracterizaba—. Eres apenas un púber y aún nos has pasado tu ceremonia de iniciación.
Por la memoria de las heroínas y de los héroes
—Entonces, por la memoria de las heroínas y los héroes fundadores de Concordia: prometo guardar silencio sobre todo aquello que hoy me sea revelado.
La Gran Maestra pareció satisfecha con aquella respuesta. Le pidió que se sentara, accionó un mecanismo y sobre la blanca pared de la sala comenzaron a proyectarse las imágenes de un mundo antiguo y desconocido. Una voz masculina que procedía de ningún sitio y de todos a la vez narraba los hechos.
—Siéntete un privilegiado —le dijo Astrid nada más comenzar la proyección—. Este documento gráfico está reservado tan solo a los Grandes Maestros. Desde la fundación de Concordia eres el primer ciudadano corriente al que se le ha concedido acceso.
Las imágenes se iban sucediendo
Las imágenes se iban sucediendo sin solución de continuidad. Al principio Remigio vio lo que parecía una ciudad próspera. Los edificios eran muy bonitos y altos, mucho más que cualquiera de los que él conocía. La gente bullía en las calles y en apariencia se la veía feliz. Eran hombres y mujeres de todas las edades, bien vestidos, con aspecto de estar sanos y bien alimentados. Sin embargo, pronto se dio cuenta de que apenas interactuaban entre ellos. Muchos, casi todos los que tenían edad suficiente para hacerlo, caminaban al mismo tiempo que miraban un aparato extraordinariamente parecido al de su reciente invención. También unas especies de habitaciones rodantes, que Astrid denominó vehículos, circulaban por la parte central de la avenida —por filas ordenadas y en ambos sentidos—, mientras que los laterales se reservaban para aquellos que iban a pie.
Remigio pudo ver la misma ciudad devastada
La acción continuó avanzando y Remigio pudo ver al cabo de un tiempo la misma ciudad devastada y desierta. En el centro de la calle estaban muchas de aquellas habitaciones rodantes abandonadas a su suerte, oxidadas por la acción del tiempo y la intemperie, como si hubieran dejado de funcionar todas a la vez y la gente se hubiese marchado de allí a la desesperada. Apenas un grupo de niños desharrapados y famélicos, sin ningún adulto al cargo, deambulaba entre las ruinas de los edificios. La proyección acabó y la imagen quedó congelada en la pared.
—Gran Maestra Astrid, no estoy muy seguro de lo que acabo de ver —dijo Remigio desolado y perplejo ante aquella visión apocalíptica.
Astrid señaló a uno de los niños, al que parecía de mayor edad.
Él fue Ciro, nuestro primer Gran Maestro
—¡Fíjate bien, Remigio! Él fue Ciro, nuestro primer Gran Maestro. Construyó Concordia desde los cimientos, partiendo de cero, ya que de la civilización de sus mayores no quedó nada. Entonces la humanidad era muy soberbia. Había una gran prosperidad. La ciencia y las comunicaciones progresaban muy deprisa, demasiado… La tecnología se enseñoreó de todo. Esos dispositivos que has visto en manos de todo el mundo estaban interconectados entre sí y a su vez con en una especie de burbuja del conocimiento. La gente dejó de leer, de estudiar. Permitieron que los libros se pudrieran en las bibliotecas. No necesitaban memorizar nada: sus aparatos lo hacían por ellos.
—Pero eso en sí no es malo. Seguro que trabajaban menos que nosotros, que no tenían que perder tiempo en realizar tareas tediosas y podrían entregarse a actividades más nobles: la filosofía, el arte… ¿Qué sé yo?
Aquello era un mundo de fantasía
—¿De veras lo crees? ¿Y si te digo que aquello ero un mundo de fantasía, una especie de castillo en el aire que no podía durar mucho? Ya lo ves, hoy en Concordia no queda ni rastro de aquello.
—Puedo preguntar a la Gran Maestra qué fue lo que pasó.
—Puedes y debes, querido Remigio. Puedes y debes… —apostilló Astrid con el semblante entristecido—. Nuestros antepasados fueron muy descuidados a la hora de proteger su forma de vida, que era altamente vulnerable como quedó luego demostrado.
—¿Me quiere decir que la sociedad de nuestros ancestros quedó destruida por una especie de accidente?
¿Un accidente?
—No exactamente, Remigio. Aquella sociedad del pasado era muy avanzada en lo tecnológico, pero muy poco en lo humano. No era para nada igualitaria y mientras en algunas zonas del planeta se nadaba en la abundancia, en otras se pasaba mucha necesidad, incluso hambre. Como enseñamos en la escuela, las desigualdades generan conflictos y cuando un conflicto se radicaliza los contendientes no atienden a razones, solamente quieren imponerse a toda costa al bando contrario. Y eso fue lo que pasó. El almacenamiento de datos de aquella sociedad no contaba con la adecuada protección. No parecía que fuese necesario, puesto que servía tanto a unos como a otros. Era impensable que nadie lo boicoteara de manera intencionada, ya que el bienestar de todos dependía de él. Gobernaba toda la organización social, económica, sanitaria y científica. Pero entonces sucedió lo inimaginable: una facción lo atacó y lo destruyó de la noche a la mañana originando un caos global. Sin acceso a la burbuja del conocimiento nada funcionaba. Los edificios automatizados se volvieron hostiles para sus habitantes, los suministros de agua y energía se cortaron, los vehículos se detuvieron, los hospitales se colapsaron y el acceso a los alimentos se volvió primero difícil y más tarde imposible. Al principio confiaron pacientes en que sería cuestión de horas, luego de días, finalmente de semanas y conforme se fueron percatando de aquello era el fin de una era, muchos, que no querían enfrentarse a lo que la vida les iba a deparar en el futuro, optaron por el suicidio.
¿Suicidio?
—¿Suicidio…? ¿Esa acción antinatural que consiste en quitarse la propia vida? ¿Pero cómo? ¿Tan poco apego le tenían?
—En realidad tenían más apego a su civilización que a la vida misma. Quedó patente cuando los suicidios en masa se produjeron a lo largo y ancho del planeta. Sin embargo, no todos los hicieron: muchos trataron de resistir, especialmente los niños, que tenían más desarrollado el instinto de supervivencia.
—¡Vaya! Parece que a esa facción el tema se les fue de las manos.
—Exacto, Remigio, se les fue de las manos y aquello acarreó unas consecuencias terroríficas. Fue una época oscura. Hubo muchos crímenes horrendos: los humanos nos volvemos bestias despiadadas cuando nos arrebatan lo más elemental, nos volvemos como alimañas. Ciro se crió en aquel ambiente nefasto pero se daba cuenta de que tenía que hacer algo, tomar alguna medida para que nuestra raza pudiera pervivir. Por suerte, ya desde niño contaba con un carisma especial, fue un líder nato —puntualizó Astrid con vehemencia—. Reclutó a todos cuantos pudo para su causa, en su mayoría niños y jóvenes que habían quedado huérfanos como él. Se encargó de convertirlos en un ejército para el bien y juntos establecieron los cimientos de Concordia: son nuestros héroes y heroínas y merecen veneración por ello. Lograron una sociedad mejor que aquella de la que provenían. En Concordia hay libertad, hay equidad, hay justicia, hay bienestar. Lo único prohibido son los dispositivos electrónicos como el que tú has inventado. ¿Comprendes ahora por qué nuestra supervivencia como pueblo depende de su destrucción?
Remigio se dio por vencido
Remigio se dio por vencido. Profundamente consternado comprendió que la Gran Maestra tenía razón y le dio de manera voluntaria aquella máquina que tantas y tantas horas de sueño le había costado para que la destruyera. Había sido un necio al creerse más inteligente que nadie. Se avergonzaba por haber puesto en peligro a su pueblo de una manera tan frívola. La Gran Maestra Astrid pareció leerle el pensamiento:
—No te sientas mal. Solo los mejores son capaces de explorar por sí mismos el camino. Sin curiosidad no hay progreso…
—Creía que estaba en contra de él.
El progreso nos gusta
—No te confundas, Remigio, el progreso nos gusta, lo deseamos. Pero tiene que ser cabal, servir para hacernos mejores como sociedad y como individuos. El progreso que nos esclaviza o que explota a una parte de la sociedad en beneficio de otra no es progreso, es retroceso. Al Consejo y a los Grandes Maestros especialmente nos toca velar para que no se produzcan estas distorsiones que darían al traste con nuestros anhelos más nobles, nunca lo olvides… En eso consiste la evolución
Ella supo hacerle reflexionar
Evolución, evolución… En la mente de Remigio quedó flotando el eco aquellas sabias palabra pronunciadas por su antecesora. Ella supo hacerle reflexionar y devolverle al buen camino. Pero después de varias décadas, la historia se repetía: una joven inquieta había vuelto a poner en peligro aquella comunidad próspera y pacifica denominada Concordia. Y le tocaba a él, como Gran Maestro, atajar aquella amenaza. Solo esperaba persuadir a la intrépida muchacha con el mismo acierto que Astrid lo hizo con él tantos años atrás. Era su único deseo.
Mil emociones asaltaban a Julieta, a cuál de todas más poderosa. Rabia, despecho, tal vez tristeza. Todas ellas pugnaban por asomar tras esa máscara de mujer digna que se había colocado para la ocasión.
—Ay, Romeo, ¿cómo has podido hacerme esto? Engañarme con Rosalina—le reprochó—. ¿Cómo habéis podido los dos? —apostilló indignada, tratando todavía de sobreponerse a la situación—. Confiaba en vosotros y me habéis traicionado. Ni te imaginas cómo me siento ahora mismo. Es que os haría picadillo si pudiera…
—Entiendo que estés molesta, pero te aseguro que es lo que parece. Quiero decir que no es lo que parece…. —se corrigió sobre la marcha.
Sabía que Julieta no se creería aquella patraña, pero en el fondo se sentía aliviado por que al fin se hubiera enterado de todo. Llevaba semanas estresado por tener que mentir a diestro y siniestro para mantener a las dos mujeres engañadas.
¡¿Molesta?! ¿No se te ocurre otra cosa mejor que decirme?
—¡¿Molesta?! ¿No se te ocurre otra cosa mejor que decirme? —Soltó una carcajada histérica que heló la sangre a Romeo—. De modo que me apartas de mi familia, me obligas a renunciar a mi trabajo, a mis ilusiones. Controlas mis amistades, mis horarios, hasta la ropa que me pongo. Como una tonta, por amor he ido concediéndote todo este poder sobre mí. Y me acabas de poner los cuernos con mi prima, esa que te había despreciado y por la que la que andabas llorando por los rincones cuando te conocí. Si como quien dice tuve que recoger tus pedacitos y recomponerte hasta que conseguiste ser de nuevo un hombre. ¿Y así me lo pagas?
Entonces Julieta se plantó delante de Romeo, con la mirada firme, fija en la de él y dijo:
–¿Sabes qué? Que sí, que tienes razón estoy molesta, pero también harta, desencantada y asqueada de ti. Pero después de todo, te estoy agradecida por abrirme los ojos, aunque haya sido de esta manera tan brutal. Mejor hoy que dentro de veinte años. Me merezco a alguien mejor que tú, que me quiera tal y como soy, que no quiera cortarme las alas. Esta casa ha sido una jaula para mí, pero a partir de ahora voy a volar libre. En cuanto me vaya podrás meter a la guarra de Rosalina.
Julieta abrió el armario y se puso de puntillas para alcanzar la maleta
Julieta abrió el armario y se puso de puntillas para alcanzar la maleta del altillo. Después empezó a toda prisa y de manera un tanto desordenada a meter su ropa mientras Romeo la miraba sin dar crédito a su reacción. Ella siempre se había comportado de manera insegura. Era esa Julieta dulce y apocada, también sumisa, por la que se había sentido atraído. Pero ahora la veía con una fuerza que quizás siempre había estado ahí, pero que él desconocía y que le hacía parecer todavía más deseable ante sus ojos. Pensó que lo de Rosalina no había sido más que un pasatiempo. El hecho de que por fin hubiera caído rendida sus pies era una mera compensación por los desdenes del pasado, pero nunca había pretendido ir en serio con ella, era con Julieta con quien quería estar, por quien lo había arriesgado todo y no podía dejar que se marchara. No, no podía. Era suya, la había conquistado. Se la había ganado a pulso. Además, enfadada esta tan guapa. Nunca lo había pensado…
Julieta cerró a duras penas la maleta llena hasta cas rebosar y mientras se disponía a salir del piso dándole la espalda a Romeo dijo:
—No pienso volver a esta casa nunca más. Ya enviaré a alguien a por lo que falta.
Romeo no quería dejar escaparla, era su chica, su mujer trofeo, su mejor conquista
Romeo no quería dejarla escapar, era su chica, su mujer trofeo, su mejor conquista, de modo que la agarró por detrás para intentar detenerla. Ella se dio la vuelta intentando zafarse de aquel abrazo indeseado, pero Romeo era más fuerte. Julieta se defendió con uñas y dientes y en un momento dado le asestó a Romeo un certero bocado en medio de la cara. Él, al notar cómo la sangre le corría mejilla abajo, sintió cómo su juicio se nublaba por un instante y de una embestida la tiró por las escaleras. Julieta y la maleta fueron rodando en un inmenso estrépito hasta el rellano, donde quedó inerte con el cuello quebrado, los ojos vacíos y un hilillo de sangre asomando por la comisura de los labios. Romeo la miró con impotencia y supo al instante que la mala suerte había querido que la caída resultara fatal. «¿Qué has hecho, figura? ¿Era esto lo que querías? No, seguro que no… ¿Y ahora qué, imbécil. ¡Vaya manera de joderte la vida, de joder la vida de los dos!». Entones, presa de la desesperación o tal vez de la cobardía, nunca nadie llegaría a saberlo, fue a buscar la escopeta de caza, aquella de la que tantas veces Julieta le había rogado que se desprendiera, se sentó junto al cuerpo inerte de la que en vida había sido su amantísima novia y se descerrajó un disparo en el pecho.
Porque no solo consiste en golpes, hoy, #25N, día mundial contra la violencia de género quiero visibilizar otra forma de violencia que los varones ejercen sobre las mujeres, la prostitución (una auténtica forma de esclavitud) mediante este relato que forma parte del libro del I Concurso de relatos cortos ACEN Denuncia social: Mirad… ¡Están ahí!
Él estaba de pie, junto a la cama y luchaba contra la cinturilla del pantalón al intentar remeterse los faldones de la camisa por dentro. Mientras, ella fumaba con aparente deleite el pitillo que acaba de encender.
—¿Crees que podremos volver a vernos esta semana? —preguntó él con naturalidad.
—Claro, mi amor. ¿Te parece bien el jueves? Misma hora, mismo sitio. —Él buscó la mirada de ella y asintió sin palabras a la propuesta. Ambos se sonrieron.
A continuación, haciendo gala de una técnica que le había llevado años perfeccionar, casi tantos como los que llevaba en el oficio, ejecutó con precisión una voluta de humo que se elevó liviana hacia el techo de la habitación. Él no apartaba la vista de ella y no paraba de sonreír.
—Lo siento, cariño, tengo que marcharme ya. He quedado a las cinco con un cliente en la oficina y no quiero que tenga que esperarme. ¿Ya te he dicho hoy lo fabulosa eres? —Y la sonrisa se le agrandó hasta darle a su rostro un aspecto bobalicón. Finalmente salió de la habitación cerrando la puerta con suavidad.
Entonces ella apagó enérgica el cigarrillo al tiempo que cambiaba la fingida sonrisa por una mueca de exasperación. Tenía que darse prisa o le caería otra multa, algo que no se podía permitir en su situación. «Estos cabrones son todos iguales. No me los quito de encima ni con agua caliente. Creen que una no tiene otra cosa que hacer que darles coba. Ni que fuera su novia, joder…».
Escribí este relato en homenaje a Federico García Lorca. Por su puesto, se trata de una historia de ficción, pero no me digáis que no podría haber sido real. A mí me hubiera gustado.
31 de diciembre de 1999
Era n las siete de la tarde del 31 de diciembre de 1999 y en la redacción de Los lectores quierensaber cundía el pánico por si el tan traído y llevado efecto 2000 se producía, lo que conduciría al mundo civilizado al caos global. La dirección ya había previsto un plan de contingencias para aquella noche tan especial, aunque yo había sido la última becaria en incorporarme a la plantilla y no estaba incluida en él. Aun así había pensado hacer noche en la redacción, en la creencia absurda de que si permanecía al pie del cañón podría conjurar los malos augurios. Pero en aquel momento me encontraba ante el dilema de si quedarme en la oficina, según mi plan inicial, o acudir a la extraña cita que se me había propuesto hacía apenas unas horas. A lo mejor no se trataba más que de una broma de mal gusto, pero si lo que decía aquel hombre era verdad, tendría una gran historia entre manos. Quizás el riesgo valiera la pena. Además, contaba con la ventaja de que ya había cancelado todos mis compromisos y podía hacer lo que me viniera en gana. Seguro que en la redacción tampoco me echarían de menos.
El desconocido que me había llamado a mediodía decía ser celador en una residencia de ancianos llamada Las adelfas. Hice algunas averiguaciones y constaté que el lugar existía, lo cual ya era un punto a su favor. Sin embargo, lo que me había contado parecía tan inverosímil… Era de dominio público que al gran escritor, el buque insignia de la poesía su generación, lo habían asesinado al poco de empezar la Guerra Civil. ¡No era posible que siguiera vivo y en aquella residencia! ¿O sí? De ser cierto, ¿qué edad debería de tener ya? Eché cuentas y calculé ciento un años. ¡Difícil, pero no imposible!: España está llena de ancianos longevos y acartonados, verdaderas momias vivientes a las que la parca se niega a darles el hachazo definitivo.
Antes de tomar una decisión quise volver a hablar con mi fuente
Antes de tomar una decisión quise volver a hablar con mi fuente. Me encerré con el móvil en el baño para que nadie oyese la conversación. Después de unos pocos tonos el celador contestó a la llamada.
―¿Por fin se ha decidido, señorita Zurano? ―dijo sin más preámbulo.
―Digamos que todavía estoy considerando su ofrecimiento, señor… ―no sabía cómo dirigirme a él. En ningún momento me había dado un nombre.
―Llámeme simplemente Juan.
―Está bien, Juan. ¿Cómo sé que me está diciendo la verdad? ¿Que no es una treta para darse notoriedad por algún motivo que no acierto a comprender? ―Mi reticencia estaba más que justificada por lo insólito del caso.
―No lo puede saber. Para eso tiene que venir y verlo con sus propios ojos, escuchar su historia. Le prometo que no se arrepentirá. Paco está cenando ahora y luego lo llevaré a su habitación donde la esperará para charlar con usted.
―¿Paco? ¡Vamos a ver! Pero si se trata de Federico, ¿no? ¿Por qué lo llama Paco ahora?
―No se sulfure. Comprenderá que si estuviera aquí con su verdadero nombre, lo sabría todo el mundo y usted no tendría ninguna exclusiva. Sí, su nombre real es Federico García Lorca ―Juan bajó tanto la voz que a duras penas pude oírlo―, pero aquí consta con su identidad ficticia: Francisco Gómez Lemos. Es su alter ego. ¿No se dice así?
A aquella altura de la conversación ya había decidido que deseaba entrevistarlo a toda costa. Pero quería mantener oculto mi interés un poco más, de modo que seguí preguntando.
―¿Y por qué tiene que ser precisamente esta noche? No parece muy apropiada para ir de visita a un asilo.
―Precisamente por eso, es la mejor de todas. Según mi experiencia, nadie viene a ver a los ancianos en fin de año y además, el personal está bajo mínimos. Será muy fácil introducirla en el dormitorio de Paco sin que nadie la vea. No se preocupe, que de eso me encargo yo… Ah, y no olvide mis cinco mil pelas. Ya sabe: favor con favor se paga.
No me hacía gracia aquella exigencia. Yo no andaba por entonces muy sobrada. Pero si la jugada me salía bien, el dinero me acabaría resultando rentable. Además, sería el único dispendio de la noche, ya que aquel fin de año no tendría que pagar ni la cena ni el cotillón.
―No tenga cuidado ―acepté el trato―. ¿Le parece que las nueve es una buena hora?
―Perfecto. Hágame una llamada perdida cuando llegue. Estaré al tanto.
Con la ayuda de Juan entraba en el dormitorio del anciano
Dos horas después y con la ayuda de Juan entraba de tapadillo en el dormitorio del anciano. El cuarto olía a una extraña mezcla de lejía rebajada y colonia de lavanda. Al entrar puede verlo recostado en la cama. Me pareció un viejo vulnerable y frágil que, pese a ello, dormía de manera plácida, como si ningún peligro pudiera ya alcanzarlo. Tenía los pómulos muy marcados y todas las arrugas del mundo surcaban su tez morena. Juan le tocó con suavidad el hombro.
―Despierte, abuelo. Ya está aquí aquella señorita de la que le hablé. ¿Lo recuerda? Al final la he convencido para que viniera. Ella escuchará lo que tenga que contarle.
El anciano abrió los ojos y su rostro se iluminó de repente. Me pareció que irradiaba una sabiduría y humanidad propia de tiempos pretéritos.
―Pues claro que me acuerdo ―repuso de manera muy lúcida, aunque con una voz algo vacilante―. El tiempo nos apremia. En cualquier momento me puedo ir para el otro barrio, donde llevan esperándome desde agosto del 36 ―se le escapó una media sonrisa al pronunciar aquellas palabras―, así que empecemos cuanto antes.
Me sorprendió mucho su carencia de acento andaluz, pero no dije nada al respecto.
―Entonces, será mejor que yo me vaya. Señorita Zurano, avíseme cuando termine.
Juan salió de la habitación y cerró la puerta, dejándonos cara a cara al anciano y a mí.
―Le importa que grabe la entrevista ―le pregunté mientras sacaba un viejo y aparatoso casete compacto, toda una antigualla. Con la informática bajo amenaza, era lo mejor que pude procurarme para la ocasión.
―En absoluto, señorita. Puede hacer lo que quiera. ¿Cómo se llama?
―Me llamo Alma Zurano. ¿Y usted? ¿De verdad es Lorca? El caso es que sí que se parece, aunque claro los únicos retratos suyos que conozco son de cuando era joven… ―dudé.
Soy Federico García Lorca
―Por la gloria de mi madre, le juro que sí, que soy Federico García Lorca. Ya sé que es difícil de creer. Fusilarme me fusilaron, no se vaya a creer que no lo hicieron, pero sobreviví. A veces pienso que la misma inquina que me tenían aquellos fascistas fue lo que me salvó. Como los primeros tiros fueron para mí, caí al suelo inconsciente antes que los demás. La montonera de cuerpos que se formó después debió de protegerme de nuevos impactos.
―Aun así sigo sin comprender que pudiera salvarse, que pueda escuchar esta increíble historia de boca de usted. ―Le miré a los ojos llena de asombro―. Si perdió el conocimiento y estaba herido, quizás alguien lo ayudaría… ¿no? Me parece imposible que escapara solo de allí. ¿Cómo es que nadie echó de menos su cadáver? ―con el hombre allí, delante de mí y todavía vivo, sentí cierto reparo con aquella palabra.
―Puede decirse que la suerte estuvo de mi lado. Por lo visto, acabada la faena, los hombres muy exaltados por la carnicería que acababan de cometer, lo celebraron por todo lo alto allí mismo. Corrió el vino y acabaron ebrios sin tan siquiera haber enterrado a los muertos. No hicieron bien el trabajo y aquel descuido propició que yo haya seguido con vida. Al menos hasta ahora ―pude apreciar un sarcasmo en su voz―. Un padre y su hijo pasaron por allí mientras los asesinos todavía dormían la mona. El joven tenía el oído muy despierto y oyó mi quejío que salía de la pila de cuerpos inertes ―la palabra quejío sí que la pronunció con un auténtico deje granadino―. Aquellos hombres eran buena gente y aun riesgo de sus propias vidas pusieron todo su empeño en salvarme. A día de hoy todavía les agradezco cuanto hicieron por mí. Hace mucho que no sé de ellos ―se lamentó mientras una escueta lágrima que consiguió conmoverme le resbalaba por la mejilla―. Lo más seguro es que ya estén muertos, como yo también lo estaré muy pronto.
―¿Y qué pasó después? ―pregunté fascinada por la narración del vejete, aunque todavía tenía mis dudas―. Si sobrevivió a aquel funesto episodio, ¿por qué ha permanecido oculto todo este tiempo? ¿Y por qué ahora quiere contarlo?
―Esa es una historia muy larga, pero intentaré resumírsela lo mejor que pueda. Es verdad que no morí, pero mi vida pendía de un hilo. Tenía heridas muy graves.
En aquel momento se arremangó el pijama con unas manos menudas, surcadas de venas y pude verle el vientre atravesado por varias cicatrices, la más grande de las cuales iba desde el esternón hasta más abajo del ombligo.
―Esta ―dijo Federico al percatarse de que era la que más me había llamado la atención―, es de una operación que me tuvieron que hacer años después para extirparme una fístula que me quedó. Para que se haga una idea: tardé cerca de un año en sanar.
Recorrí con suavidad la cicatriz
No pude resistir un súbito impulso y recorrí con suavidad la cicatriz con la punta de los dedos. Era muy abultada y carnosa.
―Le hicieron algo muy cruel, señor García Lorca. Debió usted de sufrir mucho ―dije estremecida todavía por lo que me acababa de contar.
―No se ande con tantas formalidades, Alma. Federico a secas está bien ―me dijo―. Sí, a veces me dolía mucho. Y no se crea, que a día de hoy, con los cambios de tiempo todavía me duele. Pero las heridas del alma duelen más. Toda la vida me la he pasado preguntándome cómo hay gente capaz de hacerle a uno cosas tan malas. ¿Cómo se puede odiar a alguien sin conocerlo siquiera? Porque a mí, ninguno de aquellos me conocía de nada, tan solo sabían de mí de oídas. ¡Vale!: tenía mis propias ideas, pero no era para tanto. Tampoco era ningún secreto que me gustaban los hombres. Pero nadie merece morir por ser como es. Ahora nos llaman gays. Parece que está mejor visto. Pero todavía hay quien nos pega una paliza cuando nos ve por la calle. Así que después de todo, hay cosas que no han cambiado tanto desde entonces.
Yo asentía con la cabeza a todas las reflexiones de aquel hombre excepcional y empezaba a convencerme de que me estaba contando la verdad. En todo caso, estaba claro que aquella era su verdad. Pero todavía había un asunto sobre el que quería preguntarle a Federico.
―¿Y cómo es que abandonó la literatura después de aquello? Era su pasión, su vocación, su vida…
Nunca dejé de escribir
―¡Es usted tan joven! ―dijo condescendiente―. No la abandoné. Más bien ella me abandonó a mí. Nunca dejé de escribir, aunque tuve que de desempeñar diferentes oficios para ganarme la vida. Todos me creían muerto, incluso mi familia, y yo dejé que lo siguieran creyendo. Era una forma de evitar que me volviesen a matar. Ahora me arrepiento de no haberles desvelado antes la verdad, pero ya es demasiado tarde. Todos los que me importaban hace tiempo que están muertos. Después de todo, creo que he vivido demasiado…
―¿Entonces adoptó usted otro nombre? ―pregunté satisfecha por mi perspicacia.
―Así es. Fue una cuestión de mera supervivencia. Y pasé de ser un poeta y dramaturgo consagrado a no ser nadie. Y siendo nadie, nadie me tomó serio. En el fondo de aquel armario ―dijo mientras señalaba un pequeño ropero que estaba frente a la cama― está todo lo que escribí en mi segunda vida. Por favor, lléveselo. Es para usted.
―Pero, yo… yo… ―dije balbuceante―. ¿Qué quiere que haga?
Estaba desconcertada por aquella enorme muestra de confianza. Era muy joven y no sabía si estaría a la altura de lo que intuía que Federico me iba a pedir. Pero obedecí y saqué del armario unos legajos amarillentos y cubiertos de polvo.
―Cuando muera, que será muy pronto, Juan la avisará. Entonces usted desvelará al mundo esta conversación y dará a conocer mis manuscritos. Mientras tanto deberá guardar silencio. Es lo único que le pido.
Una cuestión de supervivencia
Terminada la entrevista me despedí de Federico y me marché con el mismo sigilo con el que había llegado. Al final, el efecto 2000 quedó en nada y la civilización occidental superó un escollo más en su loca huida hacia delante. Al cabo de un par de semanas Juan me llamó para decirme que el abuelo, como a él gustaba llamarlo, ya descansaba en paz. Yo entonces era demasiado insignificante para cumplir con el encargo: nadie me hubiera tomado en serio. Es más, hubieran pensado que se trataba de un vulgar impostor, algo que él no se merecía. De modo que no conté a nadie lo sucedido. Ahora, han pasado casi dos décadas desde aquella nochevieja de 1999. Tengo un nombre y el público me respeta. Por eso ha llegado el momento de cumplir la promesa que le hice a aquel viejo poeta en su lecho de muerte. Hágase la última voluntad de Federico García Lorca, alias Francisco Gómez Lemos, o tal vez debería decirlo al revés. ¿Qué más da?
Décimo puesto en el Concurso exprés de Halloween para Avelina Chinchilla Rodríguez y su relato El mas de l’Arriscat. Fantástico!!EL MAS DE L’ARRISCAT.
La carretera se estrechaba
La carretera se estrechaba mientras ascendía zigzagueante hacia el caserón. «Si quiero vivir aquí, no me quedará más remedio que acostumbrarme a estas curvas», pensó mientras ponía los cinco sentidos en el diabólico trazado.
Al subir una empinada cuesta pudo vislumbrar una tapia deslucida por el tiempo por la que sobresalían unos cuantos cipreses. Dedujo que se trataría de un cementerio. El lugar resultaba extraño para su ubicación, demasiado remoto, aunque por otra parte, ideal para el descanso de las almas. «¿Quién sería capaz de acercarse hasta allí para perturbar la paz de los muertos?». La curiosidad la llevó a detenerse para echar un vistazo. Aunque el otoño ya se había enseñoreado del calendario y los días acortaban, todavía disponía de tiempo para fisgonear un rato.
La verja se abrió con un chirrido espantoso
La entrada daba a la parte de atrás, así que tuvo que rodear la decrépita pared hasta encontrar un portón de hierro desvencijado. Por suerte, la oxidada cerradura cedió enseguida y la verja se abrió con un chirrido espantoso. Se le erizó todo el vello del cuerpo. «A ver si creías que alguien se habría tomado la molestia de venir hasta aquí para engrasar la cerradura». Aquel camposanto era pequeño. Tan solo lo componían un panteón y unas pocas tumbas diseminadas a su alrededor. La luz del día agonizaba ya, debía darse prisa o se le echaría la noche encima.
Quizás ya no quedaba nadie que recordara a aquellos difuntos
Las sepulturas parecían abandonadas. Quizás ya no quedaba nadie que recordara a aquellos difuntos. Un sentimiento de desolación la invadió al mismo tiempo que un escalofrío la recorría de arriba a abajo. Una súbita ráfaga de aire le voló el sombrero de fieltro y tuvo que salir tras él para recuperarlo. Instintivamente se subió el cuello del abrigo y ya se disponía a marcharse cuando advirtió una lápida adornada con un busto. Precisamente la única que no parecía envejecida. Se acercó para mirar a quién correspondía. La sorprendió que no figurara ningún nombre o fecha. Tampoco ningún epitafio. Sin embargo, la escultura era muy realista.
El rictus de dolor reflejado en el rostro pétreo
El artista no había tenido ninguna piedad del fallecido y parecía haberlo captado en medio de una tremenda agonía, a juzgar por el rictus de dolor reflejado en aquel rostro pétreo. Se quedó mirando: había algo en aquella cara que le resultaba familiar. «¿No se parecía un poco al hombre que le había vendido el mas?» Sí, creía que se le daba un aire. «Tal vez fuera un pariente, un antepasado». Sin duda, sería la explicación más razonable. A pesar de aquella reflexión tan juiciosa, el ambiente comenzaba a resultarle opresivo y tétrico. «Ya está bien, me largo de aquí» y salió a toda prisa con la idea de que en su nueva casa estaría a salvo de aquellos extraños pensamientos que la acechaban desde que había puesto los pies en ese cementerio solitario. Antes de subir al coche pudo escuchar un aullido fúnebre en medio de la montaña que reforzó sus ansias de huida.
La angosta carretera moría en un camino aún más estrecho
La angosta carretera moría en un camino aún más estrecho que daba acceso al mas a través de un arco de obra, donde se podía leer el nombre de la finca: El Mas de l’Arriscat. Ella no sabía su significado, pero el vendedor había tenido la deferencia de traducírselo:
—Quiere decir El Mas del Arriesgado. Ya sabe, en esta zona se llama mas a una finca tradicional. Le pusieron el nombre en recuerdo de un bandolero de por aquí que se escondía por los alrededores. Nadie sabe si existió realmente aquel arriscat, porque según reza la leyenda, quien lo miraba a los ojos no volvía a ver la luz del sol. Dicen que desde que murió, un lobo negro vagabundea por estos lares y trae la desgracia a quien se cruza en su camino, pero, créame, no son más que habladurías.
¿Qué estaba pasando?
Aquella conversación, el aullido. «¿Qué estaba pasando…?». Al llegar, los últimos rayos del sol se perdían por el horizonte. Antes de entrar pudo ver la figura de un lobo renegrido que la observaba desde lejos y de nuevo un escalofrío le recorrió el espinazo. Se apresuró. Trató de encender la luz, pero el interruptor falló. «Por la mañana avisaré al electricista. Menos mal que no soy supersticiosa, de lo contrario saldría por patas de aquí». Encendió una palmatoria y se dispuso a pasar la noche. No había cenado, pero no tenía hambre; ya tomaría algo por la mañana. Se metió en la cama y se tapó la cabeza con el embozo, como cuando era pequeña y tenía miedo de que un monstruo estuviera escondido debajo de su cama. Trató de dormir, pero se le venía todo arremolinado a la cabeza: el rostro imaginario y cruel de l’arriscat, el lobo, los aullidos, el busto del cementerio…
Un bramido estremecedor
Rayaba el alba cuando en las poblaciones cercanas pudo escucharse un bramido tan estremecedor que sobresaltó a todos los vecinos.
Unos días después, unos ciclistas que hacían aquella ruta todos los años se pararon a reponer fuerzas en aquel recoleto cementerio.
—José, mira. Creo que esta tumba no estaba cuando vinimos el año pasado. ¿Quién será la desafortunada?
José se acercó para comprobar lo que le decía su amigo. «¿Otra vez? —No podía creerlo—. ¿A quién enterraban allí cada año, si llevaba décadas abandonado?».
Sin embargo, pudo comprobar que había una nueva lápida sin nombre ni fecha, rematada por la figura de una mujer cuyo rostro era el puro reflejo del terror.
Ahora que nuevamente llega la Navidad, vuelven hasta mí los ecos de aquellas de mi infancia en las que fui tan feliz. Toda la familia reunida en la mesa y los primos, que apenas si nos veíamos el resto del año, jugando durante tardes enteras en torno al viejo diván de la abuela. Los mayores, atareados con los preparativos de la cocina o inmersos en interminables conversaciones nos olvidaban dejándonos alborotar con juegos imposibles o simplemente prohibidos el resto del año. Los niños destilábamos ilusión por todos nuestros poros. Ilusión por lo significado de la fecha e ilusión por todo lo con ella relacionado, el belén, los villancicos, las reuniones familiares, las estrenas y, por supuesto, los Reyes. Nada que ver nuestros modestos juguetes de entonces con el derroche y la ostentación actuales. Pero nosotros éramos felices y creíamos que los mayores también lo eran, y eso acrecentaba si cabe nuestro gozo.
Llegaron los años de la adolescencia y primera juventud
Pero yo crecí y llegaron los años de la adolescencia y primera
juventud. La fiesta que antaño me había parecido tan maravillosa, de
pronto se desvaneció. Comencé a ver su trastienda y no me gustó. Ni
todos éramos tan felices, ni todos nos amábamos tanto, ni era real tanta
paz y armonía. Me sentí estafada y me convertí en una descreída de la
Navidad. En ese descreimiento siguieron pasando los años, y yo también
fui madre. En mis hijos volví a ver el reflejo de aquellos gozosos años
de mi infancia en los que yo amaba la Navidad por encima de todo y, por
amor a mis hijos, me reconcilié con ella. Me di cuenta de que aunque
todas las relaciones, incluidas las familiares, pueden pasar por
momentos difíciles, la Navidad, mas allá de manipulaciones sociológicas o
comerciales son un momento excelente para compartirlo con aquellos a
quienes amamos. Aunque de una forma mucho mas crítica en la que ya no
cabe la entrega total, hace ya algunos años que ha vuelto a mí el
espíritu navideño.
El homenaje, el recuerdo amable, fuera de todo dramatismo de los ausentes
Pero es ahora, ya en la madurez, cuando en nuestra mesa familiar
comienza a haber alguna silla vacía, cuando le encuentro a la Navidad
un sentido nuevo y absolutamente insospechado hasta este momento. El
homenaje, el recuerdo amable, fuera de todo dramatismo de los ausentes.
Resulta reconfortante, cuando sabes que ya no volverás a estar con él,
recordar de forma entrañable y entre bromas lo mucho que a papá le
gustaba tal cosa o lo mucho que le disgustaba tal otra. Lejos ya del
lacerante dolor por la pérdida, el recuerdo perdurará año tras año, en
parte gracias a la Navidad.
Me bajo del tren sin mirar atrás, igual que me había marchado aquel día de hacía casi veinticinco años con una escueta maleta en la que cabía lo poco que quise llevarme de esa casa a la que nunca pude considerar un hogar. Unas gafas de sol pasadas de moda me ayudaban a ocultar el ojo morado, aún en carne viva, y que me avergonzaba a cada pulsación que sentía. Me avergonzaba porque me hacía creer que era tan poca cosa, porque me recordaba todas las humillaciones que había sido capaz de aguantar con absoluta pasividad, llegando a convencerme de que no merecía nada mejor.
Precisamente aquel día hice acopio de las escasas fuerzas que me quedaban
Hasta aquel día.
Precisamente aquel día hice acopio de las escasas fuerzas que me quedaban,
arramblé con todo el dinero que pude, unas diecinueve mil pesetas entre
billetes y calderilla, y me fui dejándolo todo atrás, dispuesta a empezar una
nueva vida lejos de aquello que había conocido. Sabía que tenía que partir de
cero. Nada de lo anterior me era querido. No lo necesitaba. No me importaba a
dónde ir. Simplemente, al llegar a la taquilla pedí billete para el primer tren
que saliera.
Aquel tren que tomé al azar me condujo a Madrid
No tomé la
decisión de manera consciente porque para ello se necesita voluntad, algo de lo
que yo carecía. Fue cosa de mi instinto de supervivencia que, sin darme yo
cuenta, tomó el mando de la situación cuando ya me sentía totalmente derrotada.
Aquel tren que tomé al azar me condujo a Madrid, ciudad en la que nunca antes
había estado. Cuando bajé en Atocha, sentí que ese nudo gordiano que era la
estación representaba la encrucijada de mi vida. Estaba desorientada y no sabía
hacia a dónde dirigirme. Busque un hostal barato en los alrededores, con la
intención de que el dinero me cundiera al máximo. La cuestión económica me
acuciaba y sabía que necesitaba un trabajo. Por casualidad, en la pensión donde
me hospedé buscaban una chica para ayudar en la limpieza. Me pareció que
aquello era una buena señal. Una señal de que mi suerte iba cambiar y acepté.
El sueldo no era muy bueno, pero el alojamiento y la manutención estaban
incluidos. Además contaba con un día libre a la semana para darme una vuelta
por el Retiro. Sabía que eso me bastaba para comenzar de nuevo.
Era duro para una joven como yo
Tampoco recuerdo esa época con demasiada nostalgia y no caeré en el error de decir que me fue fácil salir adelante. Era duro para una joven como yo: sin formación, sin parientes, sin amigos. La soledad, el no poder contar con nadie de mi confianza, hacía que todas las noches me durmiera llorando. Pero con paciencia y tesón lo logré. Poco a poco, paso a paso. Al cabo de un tiempo conseguí un empleo mejor. El día que pude mudarme a mi pequeño piso de alquiler me encontraba exultante. ¿Era felicidad? No lo creo, pero se le parecía. Desde entonces solo hice que prosperar y vivir a mi aire. De manera modesta, pero sin ningún hombre cerca que pudiera mangonearme.
Respirar por última vez este aire cargado de salitre
Hasta hoy. Han pasado casi veinticinco años. Y desde el mismo andén de entonces veo que todo ha cambiado. Yo misma he cambiado. Aún no soy vieja pero lo parezco: no he llevado una vida entre algodones y se nota. El cáncer terminal que me diagnosticaron hace seis meses ha acabado de rematar la faena. Mi piel se ha surcado de arrugas de manera repentina. He ganado mucho peso por culpa de esos tratamientos hormonales y me siento tan cansada… Me duele el cuerpo entero. Y por eso he vuelto a mi ciudad, porque ya me han desahuciado y quiero morir aquí. Respirar por última vez este aire cargado de salitre, llenarme los pulmones con él, sentir sobre mi piel la caricia de la brisa bajo la luz dorada del sol. Quiero mecerme hasta dormirme entre las olas del Mediterráneo, el mar de mi infancia: la única época que verdaderamente añoro.
Me lo contó Armando, el dueño del bar El
Dorado, mientras me tomaba un café rápido antes de volverme a casa.
―¿Te has enterado, Víctor? ¿Te acuerdas…?
¡Sí, hombre, sí! ¡Dónde el Savoy!
―¡Claro que sí!: El Savoy… ¿Cómo no me voy
a acordar? Con los buenos ratos que tengo pasados allí.
En mi rostro se dibujó una sonrisa llena
de nostalgia con la sola mención de ese nombre. Aquel era mi cine de
referencia, el de mi barrio, el único que había existido en El Palomar desde
que yo tenía memoria. Llevaba más de una década cerrado, pero siempre había tenido
la ilusión de que sería algo pasajero. Llegaría el día en que un empresario forrado
y amante de salas como las de antes se gastaría un pastón en reformarlo y lo
reabriría por todo lo alto. Desde que dieron la última sesión tenía la certeza de
que algún día El Palomar recuperaría su cine.
―Pues, nada… que me han dicho que van a demolerlo y a poner un McDonald’s.
Ya ves tú que manera de joderle el negocio a uno. Toda la vida luchando para
levantarlo y llega una multinacional de esas a quitarle el sustento a tus
hijos.
―Hombre, no será para tanto, Armando, tío.
Que a esos sitios no van más que niñatos, ya lo sabes ―traté de quitarle hierro
al asunto, aunque aquello también a mí me comía la moral―. Los parroquianos de
siempre continuaremos viniendo aquí. No te quepa duda. Ya te digo yo que vas a
tener clientela hasta que te hartes de poner cañas…
No podía quitarme de la cabeza aquellas palabras
Le pagué y me marché a casa. Sin
embargo, no podía quitarme de la cabeza aquellas palabras de Armando, porque yo
me había pasado media vida en aquella sala y El Savoy era para mí mucho más que
un cine. Después de que lo cerraran, había añorado su aroma añejo y su aspecto
decadente. Allí había visto mis primera pelis de mayores en compañía de mis
amigos cuando todavía no éramos más que unos imberbes con la cara llena de
granos. Años después, en las butacas de las últimas filas, como era típico
entonces, tuve mis primeros escarceos amorosos. Allí estuve con Raquel, con
Marina, con Paqui y con alguna más cuyo nombre no me viene ahora la memoria. También
llevé a Elvira en nuestra primera cita. Pero con ella quería ir en serio, así
que aquella vez nos limitamos a ver la película. Yo astutamente elegí para la
ocasión una de miedo, con la idea de que en los momentos de tensión fuera ella
la que se arrimase a mí. La treta me salió tan bien que llevamos juntos más de
treinta años y tenemos dos hijos y tres nietos.
Al llegar a casa, Elvira ya me esperaba
para la cena. También estaba mi nieto mayor, que se llama Víctor, como yo.
―A ti hoy te ha pasado algo ―dijo nada
más verme―. No sé, parece como que traes mala cara, cariño. ―¡Ay mi Elvira! ¡Qué
bien me conoce! Para ella soy un libro abierto.
¿De dónde has sacado esa idea, criatura?
―Nada, mujer. ¿Qué va ser? Que ya es
viernes y estoy cansado. Mañana después de haber chafado la oreja a base de
bien, estaré como nuevo. Ya verás ―le contesté desviando el tema, ya que no
quería cargar al chaval con mis preocupaciones. Ya se lo contaría luego a ella.
―Yaya, a ver si le dices a la mamá cómo
haces la tortilla, que a ella no le sale tan buena como a ti. ―Víctor siempre
está igual, parece que todo lo que come aquí le sabe mejor que lo de su casa.
Cosa de críos, supongo.
―Pues ya me extraña ―dijo ella con la
boquita pequeña, ya que esos comentarios le hacen ponerse como una gallina
clueca―, si la hace igual que yo. O eso creo… que para eso fui yo quien la
enseñé.
―Pues algo tiene que ser porque la tuya
siempre está más buena, yaya ―insistió el chico―. Aunque ahora, con el McDonald’s
ese nuevo que van a poner, te va salir competencia. No creo que puedas hacer
las hamburguesas mejor que ellos.
―¿Pero qué McDonald’s dices? ¿De dónde
has sacado esa idea, criatura? Porque a mí nadie me ha dicho nada y eso que he
estado en la plaza esta mañana.
―Ah, ¿no? Pues en el cole todos hablan
de lo mismo. Parece que lo van a hacer donde estaba el cine ese que lleva toda
la vida cerrado. ¿Cómo era…? Vaya, que no me sale el nombre ahora…
―¿No estarás hablando de El Savoy? ―le
preguntó Elvira con cara de incredulidad.
―Muy bien, yaya. Eso es: El Savoy ―dijo
el niño entusiasmado―. Ya es hora de que tiren ese edificio tan viejo y pongan
algo que valga la pena.
Ella torció el gesto. Entonces la miré a
los ojos y vi como una lágrima se le quedaba temblando en el párpado mientras
le decía a nuestro nieto en un tono áspero, impropio de ella.
En aquel momento supe que era un hombre afortunado
―¿Qué pasa, que todo lo viejo os
molesta, o qué? ¿No pueden poner el McDonald’s ese en otro sitio y dejar El
Savoy en paz?
Víctor, el pobrecito, se quedó helado.
No estaba acostumbrado a esa clase de exabruptos y menos aún de su abuela.
―Mujer, deja que los chavales disfruten.
¿Y a ti que más te da? Si hace un siglo que te digo de ir al cine y no quieres
―tercié yo, tratando de templar gaitas.
Por lo visto, mi intervención logró
calmar los ánimos, porque enseguida añadió mientras se le recomponía el rostro:
―Ay, Víctor, hijo, no me hagas caso, que
es que parece que ya empiezo a chochear. El yayo tiene razón. Total, el
edificio ese ya solo sirve para criar ratas. Seguro que la nueva manzana
quedará preciosa y le dará mucha vidilla al barrio.
En aquel momento supe que era un hombre afortunado
por haber compartido gran parte mi vida con esta mujer excepcional que es Elvira.
Sin embargo, el reflejo de sus ojos tristes y cansados me hizo comprender de
repente lo viejos que éramos. Y me dio mucha pena pensar que una parte de nuestros
recuerdos quedaría sepultada para siempre bajo los escombros de El Savoy.