El pasado viernes 27 de noviembre se cumplieron 22 años desde que Gloria Fuertes, esa gran poeta de verso en pecho, no dejó. Aquí va mi sentido homenaje con este poema titulado Ninguna playa.
En el árbol de mi pecho
hay un pájaro encarnado
que agoniza de olvido.
En mis manos enjutas
una flor marchita
y en mi pupila,
prendida, una lágrima.
Hoy, vestida de invierno
lanzo mi última música
para invocar aquella primavera
que pasó de largo
en busca de más fértiles riberas.
Supervivo a todos los naufragios
mas vivo a la deriva:
isla ignorada
en el centro de un mar
que no me entiende.
No ansío ya ninguna playa.
Ya escribí mi última página.
Soy más vieja que mis años, que
el dolor envejece más que el tiempo.
No lloréis por mí:
cuando muere un poeta
no pasa nada…
Nota: las partes en cursiva son citas literales o versos de Gloria Fuertes
Décimo puesto en el Concurso exprés de Halloween para Avelina Chinchilla Rodríguez y su relato El mas de l’Arriscat. Fantástico!!EL MAS DE L’ARRISCAT.
La carretera se estrechaba
La carretera se estrechaba mientras ascendía zigzagueante hacia el caserón. «Si quiero vivir aquí, no me quedará más remedio que acostumbrarme a estas curvas», pensó mientras ponía los cinco sentidos en el diabólico trazado.
Al subir una empinada cuesta pudo vislumbrar una tapia deslucida por el tiempo por la que sobresalían unos cuantos cipreses. Dedujo que se trataría de un cementerio. El lugar resultaba extraño para su ubicación, demasiado remoto, aunque por otra parte, ideal para el descanso de las almas. «¿Quién sería capaz de acercarse hasta allí para perturbar la paz de los muertos?». La curiosidad la llevó a detenerse para echar un vistazo. Aunque el otoño ya se había enseñoreado del calendario y los días acortaban, todavía disponía de tiempo para fisgonear un rato.
La verja se abrió con un chirrido espantoso
La entrada daba a la parte de atrás, así que tuvo que rodear la decrépita pared hasta encontrar un portón de hierro desvencijado. Por suerte, la oxidada cerradura cedió enseguida y la verja se abrió con un chirrido espantoso. Se le erizó todo el vello del cuerpo. «A ver si creías que alguien se habría tomado la molestia de venir hasta aquí para engrasar la cerradura». Aquel camposanto era pequeño. Tan solo lo componían un panteón y unas pocas tumbas diseminadas a su alrededor. La luz del día agonizaba ya, debía darse prisa o se le echaría la noche encima.
Quizás ya no quedaba nadie que recordara a aquellos difuntos
Las sepulturas parecían abandonadas. Quizás ya no quedaba nadie que recordara a aquellos difuntos. Un sentimiento de desolación la invadió al mismo tiempo que un escalofrío la recorría de arriba a abajo. Una súbita ráfaga de aire le voló el sombrero de fieltro y tuvo que salir tras él para recuperarlo. Instintivamente se subió el cuello del abrigo y ya se disponía a marcharse cuando advirtió una lápida adornada con un busto. Precisamente la única que no parecía envejecida. Se acercó para mirar a quién correspondía. La sorprendió que no figurara ningún nombre o fecha. Tampoco ningún epitafio. Sin embargo, la escultura era muy realista.
El rictus de dolor reflejado en el rostro pétreo
El artista no había tenido ninguna piedad del fallecido y parecía haberlo captado en medio de una tremenda agonía, a juzgar por el rictus de dolor reflejado en aquel rostro pétreo. Se quedó mirando: había algo en aquella cara que le resultaba familiar. «¿No se parecía un poco al hombre que le había vendido el mas?» Sí, creía que se le daba un aire. «Tal vez fuera un pariente, un antepasado». Sin duda, sería la explicación más razonable. A pesar de aquella reflexión tan juiciosa, el ambiente comenzaba a resultarle opresivo y tétrico. «Ya está bien, me largo de aquí» y salió a toda prisa con la idea de que en su nueva casa estaría a salvo de aquellos extraños pensamientos que la acechaban desde que había puesto los pies en ese cementerio solitario. Antes de subir al coche pudo escuchar un aullido fúnebre en medio de la montaña que reforzó sus ansias de huida.
La angosta carretera moría en un camino aún más estrecho
La angosta carretera moría en un camino aún más estrecho que daba acceso al mas a través de un arco de obra, donde se podía leer el nombre de la finca: El Mas de l’Arriscat. Ella no sabía su significado, pero el vendedor había tenido la deferencia de traducírselo:
—Quiere decir El Mas del Arriesgado. Ya sabe, en esta zona se llama mas a una finca tradicional. Le pusieron el nombre en recuerdo de un bandolero de por aquí que se escondía por los alrededores. Nadie sabe si existió realmente aquel arriscat, porque según reza la leyenda, quien lo miraba a los ojos no volvía a ver la luz del sol. Dicen que desde que murió, un lobo negro vagabundea por estos lares y trae la desgracia a quien se cruza en su camino, pero, créame, no son más que habladurías.
¿Qué estaba pasando?
Aquella conversación, el aullido. «¿Qué estaba pasando…?». Al llegar, los últimos rayos del sol se perdían por el horizonte. Antes de entrar pudo ver la figura de un lobo renegrido que la observaba desde lejos y de nuevo un escalofrío le recorrió el espinazo. Se apresuró. Trató de encender la luz, pero el interruptor falló. «Por la mañana avisaré al electricista. Menos mal que no soy supersticiosa, de lo contrario saldría por patas de aquí». Encendió una palmatoria y se dispuso a pasar la noche. No había cenado, pero no tenía hambre; ya tomaría algo por la mañana. Se metió en la cama y se tapó la cabeza con el embozo, como cuando era pequeña y tenía miedo de que un monstruo estuviera escondido debajo de su cama. Trató de dormir, pero se le venía todo arremolinado a la cabeza: el rostro imaginario y cruel de l’arriscat, el lobo, los aullidos, el busto del cementerio…
Un bramido estremecedor
Rayaba el alba cuando en las poblaciones cercanas pudo escucharse un bramido tan estremecedor que sobresaltó a todos los vecinos.
Unos días después, unos ciclistas que hacían aquella ruta todos los años se pararon a reponer fuerzas en aquel recoleto cementerio.
—José, mira. Creo que esta tumba no estaba cuando vinimos el año pasado. ¿Quién será la desafortunada?
José se acercó para comprobar lo que le decía su amigo. «¿Otra vez? —No podía creerlo—. ¿A quién enterraban allí cada año, si llevaba décadas abandonado?».
Sin embargo, pudo comprobar que había una nueva lápida sin nombre ni fecha, rematada por la figura de una mujer cuyo rostro era el puro reflejo del terror.
Tras la fuerte discusión mantenida con Alicia, Ignacio había vagabundeado sin rumbo fijo durante un par de días hasta recalar la noche anterior en casa de Emilio, su jefe además de amigo. Llegó muy bebido, a decir de él mismo con una buena cogorza, moña, merluza, melopea, tajada, curda, pedal… se podría decir que conocía todos los sinónimos de borrachera que se encontraban en el diccionario y algunos más. Le dejaron dormir la mona en el sofá y se había despertado, ya por la mañana, en unas condiciones bastante lamentables. Después de todo, se daba cuenta de que no había sido tan buena idea tratar de olvidar sus penas mediante el consumo desenfrenado de bebidas espirituosas. Abundando más en el tema, no había conseguido su principal propósito, ya que seguía recordando punto por punto todo lo ocurrido, siendo además consciente de que tan solo él era culpable por haberse comportado con Alicia como un auténtico zoquete.
Se había comportado como un auténtico zoquete
No había sido capaz de aplacar su bien fundada ira y se sentía bastante preocupado porque lo único que de verdad le importaba se le estaba yendo al garete. Solo sabía que amaba a Alicia, que era lo mejor que había tenido en su vida y que estaba dispuesto a todo con tal de que las cosas volvieran a ser como antes. No entendía cómo ella podía haberse enterado del pequeño devaneo que había tenido mientras ella se ausentó de la ciudad para visitar a su madre enferma. Su política había sido la del avestruz: cada vez que Alicia sacaba el tema él escurría el bulto, creyendo que ella lo olvidaría con facilidad; pero aquella conducta, lejos de apaciguarla, la enfurecía todavía más y terminaban discutiendo a cara de perro. Para agravar más la pesarosa situación por la que pasaba, no podía dejar de reconocer que se sentía culpable independientemente del hecho de que ella lo hubiera descubierto. No había sido fiel a sí mismo y eso lo hacía sentirse incómodo incluso cuando ella callaba, pareciéndole entonces que aquello era un mudo reproche por su parte. Se mostraba ausente y lejano porque se sentía avergonzado por su propio comportamiento y Alicia creía, de forma equivocada, que era porque se habían enfriado sus sentimientos hacia ella. El abismo que los separaba se había ido haciendo cada vez más grande.
El abismo que los separaba se hacía más grande
Lo cierto era que todo había sucedido de una forma bastante casual. Ignacio salió a tomar unas cañas al caer la noche, por ver si se encontraba con alguno de sus colegas del barrio, ya que, tras la marcha de Alicia, la casa se le venía encima. Por pura fatalidad sus amigos no estaban aquella noche. Sin embargo, se topó de cara con un pibón que no se cortó en tirarle los tejos de una forma descarada. Al principio, no fue nada más que un tonteo, sin intención de pasar a mayores, aunque a Ignacio, de manera muy oportuna, se le olvidó mencionar que tenía pareja. Ella fue muy insistente y persuasiva. Ignacio acabó seducido por su perseverancia y su indudable atractivo físico. Si alguno de sus amigos o Alicia hubieran estado cerca de él en ese momento crucial, todo hubiera sido diferente, pero ella se hallaba a muchos kilómetros de distancia y su solo recuerdo no fue suficiente para que Ignacio pusiera freno a sus instintos más primarios.
Hoy mi entrada en el blog sale con un día de retraso porque entre unas cosas y otras ayer no tuve tiempo para escribirla. Lo cierto es que fue un día especial por dos motivos fundamentales porque era mi sexagésimo segundo cumpleaños y porque tuve mi primera firma tras la pandemia de Covid. Y qué mejor manera que hacerlo en la Fnac de Alicante.
Ganas a la vez que miedo
Por un lado tenía muchas ganas de reencontrarme con las lectoras y los lectores, ya que no había tenido ningún tipo de contacto durante varios meses y se me hacía muy raro. Por otro, lo cierto es que me daba un poco de medio por cómo me iba a encontrar el ambiente: ya sabéis las mascarillas, los geles desinfectantes, la distancia, etc. Porque hay que reconocer que esta pandemia nos ha cambiado la vida y, desde luego, para peor. Sin embargo, me sorprendió la gran afluencia de público que hubo a lo largo de todo el día y todo se desarrollo de una forma mucho más sencilla de lo que yo esperaba. Como es natural estoy muy agradecida a todos quienes confiaron en mí y se llevaron mis relatos para leerlos y disfrutar de ellos.
Un día grande
Pero ayer no solo fue un día grande porque retomé las firmas sino que además, como ya mencioné más arriba era mi cumpleaños. Al estar todo el día en la Fnac se hacía difícil organizar una celebración privada en casa. Mis hijos y mi nuera (por ahora la única que tengo) tuvieron la genial idea de invitarnos a comer a mi marido y a mí en un japonés del centro. Fue una maravilla y una gran satisfacción sentir que esos niños a los que criamos con tanta dedicación, a los que intentamos educar con esmero se han convertido en HOMBRES de provecho, que, además, como hermanos están unidos, se quieren y se apoyan.
Orgullosa de mi familia
Sí, ayer la satisfacción por una firma de libros quedó eclipsada por la estampa de una mi familia, la mía, totalmente unida y de la que me siento inmensamente orgullosa.
Además de la entrañable comida familiar me obsequiaron con esta preciosa orquídea.
Llegó más rápido de lo esperado, ya que por la noche, acaso debido al cansancio acumulado, le había parecido que la distancia era mayor. En cuanto entró en el local la atendió el encargado, un apuesto y rudo muchacho. Sin duda, la presencia de Alicia debió de causarle una honda impresión. Además, en su azoramiento se le notaba la poca costumbre que tenía de tratar con forasteros y menos aún con mujeres, al menos en lo concerniente a temas profesionales. Alberto, que así se llamaba el joven, fue todo lo amable que su parquedad de palabras le permitió. A pesar de que aparentaba casi la misma edad que Alicia, mantuvo las distancias tratándola de usted:
―No, señora, no… Tardará por lo menos una semana y puede que aún se alargue…
Alicia se desplomó de repente
No pudo continuar la frase porque Alicia se desplomó de repente y hubiera caído de bruces al suelo si Alberto no hubiera tenido los reflejos a punto para agarrarla al vuelo.
―¡Toni! ¡Toni! ¡Vete corriendo a avisar al médico! ―le gritó al chico que tenía de ayudante.
Mientras, alzó en brazos a Alicia y la acomodó en el único sillón de su desangelado despacho, por llamar de alguna manera a aquel pequeño antro infecto lleno de trastos inservibles y cubiertos de un polvo más que añejo.
El pobre Alberto no se había visto en otra igual en toda su vida. No sabía qué hacer; le daba suaves palmaditas en la cara al tiempo que le decía en un tono casi suplicante:
―¡Señora! ¡Por favor! Señora… ¿Qué le pasa? ¡Despierte!
Poco a poco, Alicia fue recobrando la consciencia, pero se sentía confundida y algo avergonzada por lo que acababa de sucederle. No sabía qué decir.
Enseguida llegó el doctor
Enseguida llegó el doctor Marcilla, un hombrecillo extraño, entrado ya en años, de aspecto regordete y socarrón. Llevaba un traje de poliéster bastante corriente y desgastado en exceso, de un color beis claro. Prescindía de la corbata, lo más probable a causa del excesivo calor. Quizá ese también era el motivo de que llevara la camisa ―algo ajada, aunque de un blanco inmaculado y sin una sola arruga― con el botón del cuello desabrochado. En conjunto su atuendo resultaba bastante anticuado, al igual que sus modales, haciéndole parecer recién salido de una película costumbrista de los años sesenta. Toni lo había localizado en la pensión, donde tenía por costumbre desayunar todas las mañanas. Por supuesto, María ya lo había puesto al corriente de la accidentada llegada de la forastera la noche anterior y, al parecer, sin ahorrarse ningún detalle. La sometió a un somero examen y no apreció ningún signo digno de reseñar. Tan solo le encontró la tensión algo baja. No obstante, le recomendó que se pasara más adelante por la consulta para realizarle un reconocimiento más exhaustivo.
―¡Ah…! Por cierto, hágase también una prueba de embarazo; puede que con eso sea más que suficiente ―añadió al despedirse, mientras le guiñaba un ojo.
Con la trasnochada mueca
Tal vez con la trasnochada mueca pretendiera hacerse el simpático. Sin embargo, el efecto conseguido fue justo el contrario y las últimas palabras del médico dejaron a Alicia todavía más desconcertada. En ningún momento de su vida había planeado ser madre, en cierta medida por la oposición que había mostrado siempre Ignacio y que ella había terminado por asumir como propia. Se daba cuenta, si era sincera consigo misma, de que nunca había pensado de forma seria en el tema. Pero ahora la cuestión le surgía de golpe, en el momento más inoportuno, cuando su relación con Ignacio hacía aguas por todas partes y estaba intentando darle un nuevo sentido a su vida. «No puede ser verdad lo que me está ocurriendo», se repetía una y otra vez, como si de una letanía se tratase. Se haría ese maldito análisis, que saldría negativo ―estaba segura―, le arreglarían el coche, saldría zumbando de este pueblo perdido adonde había llegado por puro azar y retomaría de nuevo su vida en el punto en el que la había dejado hacía tan solo veinticuatro horas.
Diez meses han pasado, que se dice pronto, desde que escribí por última vez en este diario. Son diez meses, ni siquiera hace un año, pero parece que haya pasado una eternidad. Tampoco el mundo es el mismo de entonces, como si, para burla de todos los escritores de ciencia-ficción, la vida real se hubiera vuelto tan aterradora como la cualquier distopía.
El 31 de diciembre nos comimos las uvas
El 31 de diciembre nos comimos las uvas esperanzados, mientras intentábamos dejar atrás un año 2019 complicado a más no poder desde el punto de vista económico, político y social. 2020, aunque fuera por mera estadística, debería de presentarse mejor, al menos yo así lo creí. Apuntaba enero y parecía que lo más importante era que se formara el gobierno de coalición, objetivo que por suerte se cumplió, ya que nadie deseaba una nueva repetición de las elecciones.
Los ecos de Wuhan
Entonces los ecos del brote de neumonía infecciosa recién declarado en Wuhan y causado por un nuevo coronavirus (bautizado después como Sars-Cov2) llegaban como algo muy lejano, que difícilmente perturbaría nuestra existencia, como había sucedido antes con las epidemias de Sars y Mers, que nunca nos afectaron. Ni por asomo nos podíamos imaginar que entre otras muchas adversidades, una epidemia mundial (nivel experto) producida por este maldito coronavirus, iba a cambiarnos la vida de una manera tan radical. Aunque ver por TV a los habitantes de aquella ciudad del lejano oriente confinados junto al hecho de que sus dirigentes construyeran en tiempo récord dos hospitales para atender esta nueva patología tendría que habernos alertado de lo que se nos venía encima.
La primera señal vino de Italia
La primera señal clara vino desde Italia. Cuando allí empezó a extenderse esta nueva neumonía, que fue bautizada con el nombre de Covid19, cuando empezó a morir gente, cuando confinaron la región de Lombardía y después Italia entera, algunos ya comenzamos a pensar que era cuestión de tiempo que la epidemia llegará también aquí. Y no nos equivocábamos. Empezó a haber casos en España, al principio de manera aislada y en relación con personas llegadas desde Italia y ya por último de manera descontrolada y sin una historia epidemiológica de riesgo reconocida.
Boda el 29 de febrero
Para mi familia el 29 de febrero era un día importante, celebrábamos la boda de mi hijo mayor. Y si digo la verdad, yo ya estaba preocupada por la situación, porque creía que en cualquier momento podía explotarnos en la cara. Con el estómago encogido, no digo que no, seguimos adelante con la boda. Durante ese día nos olvidamos de la Covid19 y nos limitamos a disfrutar del acontecimiento. Fue un día genial, lleno de besos, abrazos y buena vibra. Por suerte para todos los que nos allí reunimos no hubo consecuencias negativas y pese a estar cercados por el virus (ahora lo sabemos) nadie enfermó.
La pandemia y el estado de alarma
El martes 3 de marzo se dio el primer caso en Alicante, pero las noticias que llegaban de Madrid empezaban a preocupar. Allí los positivos ya se multiplicaban por cientos. En ese contexto se celebró la manifestación feminista del 8M, a la que muchos culparon del aumento de los contagios (como se demostraría posteriormente de manera infundada, pues el virus entró en España por múltiples vías). Luego se desató el caos: la OMS declaró la pandemia el miércoles 11 y el gobierno recién constituido declaraba el estado de alarma el sábado 14. A partir de ahí ya todo fue a peor. Yo, como médica de atención hospitalaria (y microbióloga para más señas), fui a trabajar cada día. Previamente y como medidas de excepción, se habían aplazado o suspendido todos los congresos médicos y la Conselleria de Sanitat de la Comunitat Valenciana había cancelado todos los permisos y vacaciones del personal sanitario.
Una situación desoladora
Era una situación extraña, desoladora, salir por la mañana y encontrar las calles desiertas. En el hospital las condiciones de trabajo también resultaban agobiantes, con las mascarillas, los EPI, las pantallas de seguridad. Era agotador, sobre todo desde el punto de vista mental. Perdí mi capacidad de concentración. No podía leer y mucho menos escribir (algo que por lo que sé, les ha pasado también a más compañeros escritores). Simplemente, por las tardes, ya en casa, echaba un vistazo a la RRSS y comentaba algo por aquí y por allá. Las noticias acerca de los muertos y los enfermos, la situaciones que se vivían en los hospitales y residencias de ancianos más lo que yo vivía en el día a día de mi propio servicio del hospital me tenían conmocionada.
La vuelta al cole y el recrudecimiento
Tras el estado de alarma la situación mejoró, los contagios se contuvieron y se instauró lo que se ha dado en llamar «la nueva normalidad», que para ser sincera, de normalidad tiene bien poco. Las mascarillas y el gel hidroalcohólico han llegado a nuestras vidas para quedarse (no sabemos aún por cuánto tiempo). Los besos y abrazos están restringidos, los contactos sociales y los viajes limitados, mientras la pandemia se recrudece de nuevo, justo cuando comienza el curso escolar.
Me siento pesimista
Y así seguimos… Ya sé que los escritores somos hiperbólicos por naturaleza y nos gusta hacer drama de todo, pero en este momento me siento pesimista y nada me mueve a la esperanza. Ojalá pronto pueda cambiar de opinión.
La habitación era pequeña, pero con la luz del nuevo día se veía coqueta y acogedora
Alicia se despertó temprano, pero se quedó remoloneando durante un buen rato antes de levantarse. Todavía se encontraba muy cansada, ya que su sueño había sido poco reparador. Cuando al fin consiguió abrir los ojos se encontró, para su sorpresa, en un espacio bastante agradable. La habitación era pequeña, pero con la luz del nuevo día se veía coqueta y acogedora a pesar de su aire sencillo y rústico. La desagradable impresión que había percibido la víspera quedó desvanecida por completo.
Se presentó a desayunar con un aspecto demacrado y tristón
A eso de las nueve, por fin se levantó. Pero ni una ducha revitalizadora ni una cuidadosa labor de restauración a base de sus cosméticos preferidos pudieron contrarrestar los estragos causados por la mala noche pasada. Se presentó a desayunar con un aspecto demacrado y tristón, que no pasó en absoluto desapercibido a la perspicaz María, quien, aunque no era mujer de mundo, tenía ya mucho vivido a sus espaldas. Comenzó a tomar el desayuno con ganas, pero apenas había comenzado cuando sintió una repentina náusea que la hizo correr a toda prisa al aseo. Al salir, en lugar de retornar a la mesa, se encaminó a la calle. Mientras se dirigía hacia la puerta del establecimiento, todavía con la cara enrojecida y los ojos llorosos por el esfuerzo del vómito, su mirada se cruzó con la de la hostelera y le pareció encontrar en ella un atisbo de desaprobación cuya razón fue incapaz de comprender. Como se marchó de forma tan precipitada, no pudo oír el comentario que esta le hizo a la cocinera, en voz no demasiado baja, aunque, eso sí, en un tono más que confidencial:
―Una mujer en su estado no debería viajar sola, ¿no le parece? ―La cocinera se limitó a encogerse de hombros.
La experiencia de deambular sin prisa le resultó muy estimulante
Una vez fuera, se dirigió al taller de coches, haciendo el mismo recorrido de la noche anterior pero en sentido inverso. A pleno sol pudo apreciar mucho mejor el aspecto tan típico del pueblo, con estrechas calles flanqueadas por casas bajas de, a lo sumo, dos o tres alturas, en cuyas fachadas predominaba el color blanco. Los balcones y portales estaban rebosantes de geranios y petunias multicolores, flores que tan bien se dan en los climas mediterráneos. Se lamentó por no haberse puesto un calzado más cómodo, ya que los tacones se le clavaban en las juntas del empedrado y le resultaba difícil caminar. A pesar de aquella pequeña contrariedad, la experiencia de deambular sin prisa, fuera casi del tiempo, en medio del silencio y el agradable frescor matinal, le resultó reconfortante, sobre todo teniendo en cuenta la tensión vivida durante las últimas horas.