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Categoría: La luna en agosto

La luna en agosto III (1)

Tras la fuerte discusión

Tras la fuerte discusión mantenida con Alicia, Ignacio había vagabundeado sin rumbo fijo durante un par de días hasta recalar la noche anterior en casa de Emilio, su jefe además de amigo. Llegó muy bebido, a decir de él mismo con una buena cogorza, moña, merluza, melopea, tajada, curda, pedal… se podría decir que conocía todos los sinónimos de borrachera que se encontraban en el diccionario y algunos más. Le dejaron dormir la mona en el sofá y se había despertado, ya por la mañana, en unas condiciones bastante lamentables. Después de todo, se daba cuenta de que no había sido tan buena idea tratar de olvidar sus penas mediante el consumo desenfrenado de bebidas espirituosas. Abundando más en el tema, no había conseguido su principal propósito, ya que seguía recordando punto por punto todo lo ocurrido, siendo además consciente de que tan solo él era culpable por haberse comportado con Alicia como un auténtico zoquete.

Se había comportado como un auténtico zoquete

No había sido capaz de aplacar su bien fundada ira y se sentía bastante preocupado porque lo único que de verdad le importaba se le estaba yendo al garete. Solo sabía que amaba a Alicia, que era lo mejor que había tenido en su vida y que estaba dispuesto a todo con tal de que las cosas volvieran a ser como antes. No entendía cómo ella podía haberse enterado del pequeño devaneo que había tenido mientras ella se ausentó de la ciudad para visitar a su madre enferma. Su política había sido la del avestruz: cada vez que Alicia sacaba el tema él escurría el bulto, creyendo que ella lo olvidaría con facilidad; pero aquella conducta, lejos de apaciguarla, la enfurecía todavía más y terminaban discutiendo a cara de perro. Para agravar más la pesarosa situación por la que pasaba, no podía dejar de reconocer que se sentía culpable independientemente del hecho de que ella lo hubiera descubierto. No había sido fiel a sí mismo y eso lo hacía sentirse incómodo incluso cuando ella callaba, pareciéndole entonces que aquello era un mudo reproche por su parte. Se mostraba ausente y lejano porque se sentía avergonzado por su propio comportamiento y Alicia creía, de forma equivocada, que era porque se habían enfriado sus sentimientos hacia ella. El abismo que los separaba se había ido haciendo cada vez más grande.

El abismo que los separaba se hacía más grande

Lo cierto era que todo había sucedido de una forma bastante casual. Ignacio salió a tomar unas cañas al caer la noche, por ver si se encontraba con alguno de sus colegas del barrio, ya que, tras la marcha de Alicia, la casa se le venía encima. Por pura fatalidad sus amigos no estaban aquella noche. Sin embargo, se topó de cara con un pibón que no se cortó en tirarle los tejos de una forma descarada. Al principio, no fue nada más que un tonteo, sin intención de pasar a mayores, aunque a Ignacio, de manera muy oportuna, se le olvidó mencionar que tenía pareja. Ella fue muy insistente y persuasiva. Ignacio acabó seducido por su perseverancia y su indudable atractivo físico. Si alguno de sus amigos o Alicia hubieran estado cerca de él en ese momento crucial, todo hubiera sido diferente, pero ella se hallaba a muchos kilómetros de distancia y su solo recuerdo no fue suficiente para que Ignacio pusiera freno a sus instintos más primarios.

Imagen: Artbykleyton

La luna en agosto II (2)

Llegó más rápido de lo esperado, ya que por la noche, acaso debido al cansancio acumulado, le había parecido que la distancia era mayor. En cuanto entró en el local la atendió el encargado, un apuesto y rudo muchacho. Sin duda, la presencia de Alicia debió de causarle una honda impresión. Además, en su azoramiento se le notaba la poca costumbre que tenía de tratar con forasteros y menos aún con mujeres, al menos en lo concerniente a temas profesionales. Alberto, que así se llamaba el joven, fue todo lo amable que su parquedad de palabras le permitió. A pesar de que aparentaba casi la misma edad que Alicia, mantuvo las distancias tratándola de usted:

―No, señora, no… Tardará por lo menos una semana y puede que aún se alargue…

Alicia se desplomó de repente

No pudo continuar la frase porque Alicia se desplomó de repente y hubiera caído de bruces al suelo si Alberto no hubiera tenido los reflejos a punto para agarrarla al vuelo.

―¡Toni! ¡Toni! ¡Vete corriendo a avisar al médico! ―le gritó al chico que tenía de ayudante.

Mientras, alzó en brazos a Alicia y la acomodó en el único sillón de su desangelado despacho, por llamar de alguna manera a aquel pequeño antro infecto lleno de trastos inservibles y cubiertos de un polvo más que añejo.

El pobre Alberto no se había visto en otra igual en toda su vida. No sabía qué hacer; le daba suaves palmaditas en la cara al tiempo que le decía en un tono casi suplicante:

―¡Señora! ¡Por favor! Señora… ¿Qué le pasa? ¡Despierte!

Poco a poco, Alicia fue recobrando la consciencia, pero se sentía confundida y algo avergonzada por lo que acababa de sucederle. No sabía qué decir.

Enseguida llegó el doctor

Enseguida llegó el doctor Marcilla, un hombrecillo extraño, entrado ya en años, de aspecto regordete y socarrón. Llevaba un traje de poliéster bastante corriente y desgastado en exceso, de un color beis claro. Prescindía de la corbata, lo más probable a causa del excesivo calor. Quizá ese también era el motivo de que llevara la camisa ―algo ajada, aunque de un blanco inmaculado y sin una sola arruga― con el botón del cuello desabrochado. En conjunto su atuendo resultaba bastante anticuado, al igual que sus modales, haciéndole parecer recién salido de una película costumbrista de los años sesenta. Toni lo había localizado en la pensión, donde tenía por costumbre desayunar todas las mañanas. Por supuesto, María ya lo había puesto al corriente de la accidentada llegada de la forastera la noche anterior y, al parecer, sin ahorrarse ningún detalle. La sometió a un somero examen y no apreció ningún signo digno de reseñar. Tan solo le encontró la tensión algo baja. No obstante, le recomendó que se pasara más adelante por la consulta para realizarle un reconocimiento más exhaustivo. 

―¡Ah…! Por cierto, hágase también una prueba de embarazo; puede que con eso sea más que suficiente ―añadió al despedirse, mientras le guiñaba un ojo.

Con la trasnochada mueca

Tal vez con la trasnochada mueca pretendiera hacerse el simpático. Sin embargo, el efecto conseguido fue justo el contrario y las últimas palabras del médico dejaron a Alicia todavía más desconcertada. En ningún momento de su vida había planeado ser madre, en cierta medida por la oposición que había mostrado siempre Ignacio y que ella había terminado por asumir como propia. Se daba cuenta, si era sincera consigo misma, de que nunca había pensado de forma seria en el tema. Pero ahora la cuestión le surgía de golpe, en el momento más inoportuno, cuando su relación con Ignacio hacía aguas por todas partes y estaba intentando darle un nuevo sentido a su vida. «No puede ser verdad lo que me está ocurriendo», se repetía una y otra vez, como si de una letanía se tratase. Se haría ese maldito análisis, que saldría negativo ―estaba segura―, le arreglarían el coche, saldría zumbando de este pueblo perdido adonde había llegado por puro azar y retomaría de nuevo su vida en el punto en el que la había dejado hacía tan solo veinticuatro horas.

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Imagen Ryan McGuire

La luna en agosto II (1)

La habitación era pequeña, pero con la luz del nuevo día se veía coqueta y acogedora

Alicia se despertó temprano, pero se quedó remoloneando durante un buen rato antes de levantarse. Todavía se encontraba muy cansada, ya que su sueño había sido poco reparador. Cuando al fin consiguió abrir los ojos se encontró, para su sorpresa, en un espacio bastante agradable. La habitación era pequeña, pero con la luz del nuevo día se veía coqueta y acogedora a pesar de su aire sencillo y rústico. La desagradable impresión que había percibido la víspera quedó desvanecida por completo. 

Se presentó a desayunar con un aspecto demacrado y tristón

A eso de las nueve, por fin se levantó. Pero ni una ducha revitalizadora ni una cuidadosa labor de restauración a base de sus cosméticos preferidos pudieron contrarrestar los estragos causados por la mala noche pasada. Se presentó a desayunar con un aspecto demacrado y tristón, que no pasó en absoluto desapercibido a la perspicaz María, quien, aunque no era mujer de mundo, tenía ya mucho vivido a sus espaldas. Comenzó a tomar el desayuno con ganas, pero apenas había comenzado cuando sintió una repentina náusea que la hizo correr a toda prisa al aseo. Al salir, en lugar de retornar a la mesa, se encaminó a la calle. Mientras se dirigía hacia la puerta del establecimiento, todavía con la cara enrojecida y los ojos llorosos por el esfuerzo del vómito, su mirada se cruzó con la de la hostelera y le pareció encontrar en ella un atisbo de desaprobación cuya razón fue incapaz de comprender. Como se marchó de forma tan precipitada, no pudo oír el comentario que esta le hizo a la cocinera, en voz no demasiado baja, aunque, eso sí, en un tono más que confidencial:

―Una mujer en su estado no debería viajar sola, ¿no le parece? ―La cocinera se limitó a encogerse de hombros.

La experiencia de deambular sin prisa le resultó muy estimulante

Una vez fuera, se dirigió al taller de coches, haciendo el mismo recorrido de la noche anterior pero en sentido inverso. A pleno sol pudo apreciar mucho mejor el aspecto tan típico del pueblo, con estrechas calles flanqueadas por casas bajas de, a lo sumo, dos o tres alturas, en cuyas fachadas predominaba el color blanco. Los balcones y portales estaban rebosantes de geranios y petunias multicolores, flores que tan bien se dan en los climas mediterráneos. Se lamentó por no haberse puesto un calzado más cómodo, ya que los tacones se le clavaban en las juntas del empedrado y le resultaba difícil caminar. A pesar de aquella pequeña contrariedad, la experiencia de deambular sin prisa, fuera casi del tiempo, en medio del silencio y el agradable frescor matinal, le resultó reconfortante, sobre todo teniendo en cuenta la tensión vivida durante las últimas horas.

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La luna en agosto. I (2)

Se trataba de su grúa

En efecto, se trataba de su grúa, que estacionó delante de ella. Después, bajó el operario, un hombre de mediana edad, rondando el metro ochenta de estatura. Era tirando a delgado, aunque tenía la barriga algo prominente. Su fisonomía, no obstante, era anodina, sin ningún rasgo remarcable, a excepción de una calva esplendorosa y una descuidada barba entrecana de tres o cuatro días. Vestía el típico mono de mecánico bastante rozado en cuello y mangas y con algún que otro lamparón atribuible al noble desempeño de su profesión, pero que con la luz crepuscular quedaba disimulado. Le tendió a Alicia su manaza, al tiempo que se presentaba. Ella correspondió al contundente saludo de forma cortés, aunque con cierta indiferencia. A continuación, intercambiaron unas breves palabras y él se dispuso a cargar el coche. A pesar de que se le veía diestro en el oficio, todavía tardó unos minutos en culminar la operación. Después ayudó a Alicia a subir a la cabina y, tras dar la vuelta, partieron hacia Fontina, último pueblecito por donde ella había pasado unos minutos antes de sufrir el percance y al que no le hacía demasiada gracia volver. Sin embargo, no tenía elección. El siguiente lugar habitable, Valdetoro, se encontraba a unos cincuenta kilómetros y la carretera era pésima. El gruista no había querido siquiera contemplarlo como una opción.

Ha tenido usted suerte

―Aún ha tenido usted suerte ―le confió en un alarde de sinceridad al ver su mueca de disgusto―. Normalmente no hay grúa en Fontina. De no haber yo estado allí, usted hubiera tenido que esperar a que la recogieran desde Valdetoro y no le habría quedado más remedio que pasar la noche en el monte.

Por ese día había tenido más de lo que podía soportar

Dadas las circunstancias, Alicia, que por ese día ya había tenido mucho más de lo que creía poder soportar, se dejó conducir hasta Fontina sin poner ningún impedimento. Para cuando llegaron era noche cerrada. El ambiente se había tornado ventoso y desapacible: se presagiaba tormenta. Paco, que así se llamaba el hombre, descargó el coche a las puertas del taller, que ya se hallaba cerrado, dado lo tardío de la hora. Tras ayudarla a recoger sus cosas, se ofreció a acompañarla al hostal donde él mismo se alojaba y que era el único existente en la pequeña localidad. Solo tardaron unos minutos en completar a pie el recorrido.
―¡María! ¡María! ¡Aquí te traigo una nueva clienta! ―bramó al entrar en la posada.
La dueña, que estaba repasando con la cocinera los últimos detalles del menú del día siguiente, acudió con prontitud al mostrador. Era una mujer de edad indefinida, enjuta y de rostro algo apergaminado. Sin embargo, sus ojos eran cálidos y vivarachos y su sonrisa afable. Se desvivió por atender a Alicia.
―¿Ha cenado usted ya? ―le preguntó solícita detrás del mostrador.
Alicia, sin mucho énfasis, puso a la mujer en antecedentes de lo sucedido. La posadera le ofreció una cena fría con la disculpa de que la cocina ya estaba recogida. Ella cenó sin demasiado apetito, pues se encontraba algo destemplada por los nervios pasados, pero notó cómo se le iba entonando el cuerpo mientras comía y, sobre todo, con el vaso de leche caliente con cacao que la servicial mujer le ofreció como colofón a falta de un postre mejor.

Se durmió de puro cansancio

Ya rendida, subió a su habitación, que le pareció pequeña y desaliñada bajo la mortecina luz de la lámpara. A pesar de ello, las sábanas se veían limpias y la cama acogedora, invitándola a echarse en ella, cosa que no dudó en hacer. Se durmió de puro cansancio en cuanto se hubo acostado, pero su sueño fue inquieto. Estaba intranquila por todo lo acontecido y no paraba de dar vueltas en la cama. Se encontraba en ese limbo por el que todos hemos pasado alguna vez, ese duermevela, esa frontera entre el sueño y la vigilia en la que somos conscientes de que dormimos y por lo tanto no estamos del todo dormidos. La violenta tormenta que se desencadenó en plena madrugada se introdujo de forma subrepticia en su sueño, contribuyendo a hacerlo todavía más desasosegado.

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La luna en agosto. I (1)

Se sentía irritada por el contratiempo que acababa de sufrir

Alicia paró su coche tan pronto como pudo en el arcén. Suerte había tenido de poder detener el automóvil sin sufrir males mayores. No obstante, se sentía irritada por el contratiempo que acababa de sufrir y que trastocaba por completo todos sus planes. Por eso no pudo reprimir un «¡Mieeeerda!» que escapó en voz alta de sus labios, al tiempo que daba un puñetazo rabioso en el salpicadero. El imbécil del todoterreno, que la había adelantado de aquella forma tan temeraria, había estrellado por accidente un guijarro sobre su luna delantera. De repente había sentido un ruido fulminante, como un disparo, y del centro del impacto sobre su parabrisas surgieron al instante mil rayas que formaron una estrella, impidiéndole la visibilidad y obligándola a detenerse.

No había prescindido de su teléfono móvil

A pesar de su afán de cortar lazos con el mundo, y en contra de su impulso inicial, no había prescindido de su teléfono móvil, decisión de la cual ahora se alegraba hasta extremos inimaginables. Lo encendió y vio, no sin cierta sensación de fastidio, que tenía un montón de mensajes, todos ellos procedentes de un mismo contacto. Por el momento prefirió seguir ignorando su contenido. Agradeció al dios de las telecomunicaciones el hecho de poder contar con una buena cobertura y realizó la llamada al número de la asistencia en carretera, procurando dar su situación al empleado que la atendió de la forma más exacta que pudo. Este le contestó que le enviaría una grúa lo antes posible. Sin embargo, dado el lugar tan remoto donde se encontraba, no le podía siquiera aproximar el tiempo que iba a tardar. Resignada a esperar cuanto hiciera falta, Alicia cogió la botella de agua, de la que apenas faltaban un par de sorbos, y bajó del coche para resguardarse del ardiente sol veraniego bajo la sombra del único pino de buen tamaño que encontró en las proximidades.

Se había levantado algo de brisa

Era media tarde y, aunque hacía bastante calor, se había levantado algo de brisa que arrastraba algunas nubes consigo y anunciaba de manera prematura los aromas del otoño. Ahora, encallada en aquella carretera desierta a merced de que vinieran a rescatarla y bajo el riesgo de tener que pasar una noche a la intemperie, comenzaba a dudar de que hubiera sido una buena idea el viaje que acababa de iniciar. Era cierto que las cosas con Ignacio no marchaban bien, sobre todo desde que empezó a sospechar que había otra. Bueno, más que una sospecha, era casi una certeza. Reconocía que su actitud había sido poco inteligente y demasiado visceral. Corroída por los celos, se había dedicado a hacerle la vida imposible, intentando controlar todas sus llamadas y todas sus idas y venidas, y sometiéndolo a interminables interrogatorios en los que tan solo obtenía de él un terco silencio al que seguía, en la mayor parte de las ocasiones, una violenta discusión. La de hacía dos días había sido la definitiva. Ignacio se había marchado dando un portazo y no había vuelto a saber de él salvo por los mensajes telefónicos, todos ellos de este mismo día, que acababa de ver en su teléfono.

Aquella terrible riña

Mientras iba pensando todas esas cosas, se habían callado las chicharras y había comenzado a anochecer. Llevaba esperando un buen rato. Ya eran las nueve pasadas. El aire se había tornado un poco más fresco y empezaba a sentir algo de frío, de modo que volvió al coche en busca de cobijo. Encendió la radio y, tras varios intentos fallidos, consiguió sintonizar una emisora en la que sonaba la voz de Serrat entonando una nostálgica y triste canción:

Llueeeeeeve,

detrás de los cristaaaaaales, llueve y llueeeeeeve

sobre los chopos medio deshojaaaaaados,

sobre los pardos tejaaaaaados,

sobre los campos llueeeeeve.

Seguía en pleno ataque de melancolía cuando de pronto vio aproximarse por el retrovisor a un vehículo grande. «Estoy salvada», pensó con alivio.

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